Ninguno de los miembros de la familia Vega se sorprendió al ver la cantidad de gente que había asistido al funeral. Muchas personas querían a Samuel pues era considerado un hombre ejemplar, digno de ser imitado y admirado. Algunas personas eran desconocidas para la familia, pero ellos aseguraban que habían compartido tiempo de calidad con Samuel, en caminatas matutinas, charlas aleatorias en el supermercado o en el atrio de la iglesia, antes o después de la misa. La capilla estaba llena y había muchos rostros tristes. Y a pesar de que estaba en el funeral de su abuelo, Dylan no podía evitar mirar hacia la capilla vecina, donde solo había tres personas: una chica que jamás había visto, la madre del difundo y el padre Daniel Roberts, un hombre de cincuenta años que también era muy querido por todos. Dylan, Brenda y Connie respetaban mucho al sacerdote, pero habían dejado de usar palabras formales con él desde hace mucho atrás, pues lo consideraban como un miembro de la familia. El sacerdote había orado por el eterno descanso de Riley Myers, y después acompañaría a las dos familias para el entierro, solo que el de Samuel sería antes que el de Riley, pero ambos ataúdes estaban por ser subidos a las carrozas, listos para ir directo al único panteón del pueblo. La otra persona era una joven, de cabello negro y lacio, que ni siquiera estaba vestida de luto pero que no paraba de llorar. Estaba a un lado de Joyce y Dylan vio que la abrazó, después se fue dando rápidos pasos y ocultando su rostro debajo de la capucha de su sudadera. Dylan la siguió con la mirada, pero no pudo reconocerla.
Antes de comenzar la ceremonia, el padre Daniel saludó a Dylan, pero no tuvo oportunidad de conversar con él, hasta que la primera carroza llegó para llevarse el ataúd de Samuel.
—Que gusto verte, Dylan—dijo Daniel después del abrazo—. Lamento que sea en estas circunstancias. La última vez que te vi fue en…
—La cena de navidad…hace casi un año—dijo él muy seguro—. Mi abuelo te quería mucho. Gracias por estar aquí.
—Samuel nunca faltaba a la iglesia, ni siquiera a la misa diaria. Será difícil acostumbrase a su ausencia, después de verlo cada día sentado en la tercera banca del lado izquierdo.
Dylan miró por encima del padre, hacia la capilla número dos.
—Y también estás aquí por Riley.
Daniel asintió.
—Joyce decidió enterrarlo después de tu abuelo, no antes. No quería que toda esta gente esperara. Lamentablemente, ella está sola. Su hermana y su familia está muy lejos, pero estoy seguro de que Joyce no les dijo nada hasta hace un día. No iban a llegar a tiempo y Joyce les pidió que no vinieran después.
—Tiene razón, no vi ni a una sola persona que lo conocía entrar a la capilla. Y nadie se acercó a hablar con ella. Supongo que todo lo que Riley hizo lo convirtió en el paria de la ciudad.
Daniel rio por lo bajo.
—Riley me dijo lo mismo la última vez que lo vi. Te aseguro que estaba arrepentido por todas las cosas que hizo.
Ante ese comentario, Dylan solo pudo dibujar una expresión de culpa en su rostro.
—La última vez que hablé con él fue en una pelea. No sé si debería…
El sacerdote colocó su mano sobre el hombro del joven.
—Sé que a Joyce le alegrará mucho verte. Eres como otro hijo para ella. Iremos al cementerio en unos minutos, tal vez quieras…tú sabes.
Dylan asintió, se apartó del padre para ir a la capilla. Entró, pero no vio a nadie, más que a la mujer con el cabello rubio, sentada en la penúltima banca.
—¿Joyce?
Ella se levantó y dio media vuelta, pero se quedó estupefacta cuando vio a Dylan. Caminó hacia él, con los brazos extendidos, dispuesta a abrazarlo. Por un momento, Dylan sintió como si fuera un adolescente, entrando a la casa de los Myers después de un largo día de escuela y siendo recibido por Joyce, que ya tenía listo el almuerzo en la mesa de la cocina, sándwiches, jugo de fruta de esa temporada y una pequeña porción de helado de chocolate.
—Hola—dijo ella con evidente alegría en su voz—. Hola, Dylan. Yo…no esperaba verte aquí. Quiero decir…lamento mucho la muerte de Samuel, era un buen hombre.
Desde donde estaba, Dylan miró el ataúd, no pudo ver bien a su amigo, solo un poco de su rostro y cabello.
—Yo lo lamento, Joyce. Siento mucho lo que pasó con él.
Ella bajó la mirada. Para Dylan era obvio que la pérdida de su único hijo era algo horrible e irreparable, pero haberlo perdido en esas condiciones, empeoraba las cosas.
—Sé que Dios lo ha perdonado.
—Ya nos iremos al panteón. Antes de irme, quisiera despedirme de Riley.
Ella sonrió, aunque nunca lo dijo en voz alta estaba agradecida por el hecho de que alguien más estuviera ahí, aunque fuera solo unos minutos.
—Claro. Tómate tu tiempo.
Dylan le agradeció con una sonrisa y la señora Myers se retiró. Dylan caminó por el largo pasillo, hasta el ataúd en donde descansaba su amigo. Antes de mirar hacia abajo, tomó aire y se preparó para lo que estaba por ver y mientras lo hacía, recordó a Riley en las diferentes facetas, como niño, adolescente y adulto. Poco a poco, bajó la mirada, hasta que se encontró con Riley, con su rostro maquillado y restaurado. Su cabello castaño estaba peinado de la forma en la que a él le gustaba peinarlo y sus manos fueron entrelazadas sobre su estómago. Llevaba puesto un traje negro, camisa blanca y corbata, Dylan intuyó que Joyce había decidido vestirlo así para verlo de manera diferente por lo menos esa última vez y no pudo evitar soltar una pequeña risa al recordar lo que Riley pensaba sobre los trajes. Dylan notó que en el bolsillo del saco había un reproductor de música. A Riley le encantaba la música y era raro no verlo con sus audífonos, incluso si solo los tenía alrededor de su cuello. Joyce había querido que lo tuviera en su ataúd.
Editado: 04.11.2024