Conforme pasaban los días, la ausencia de Samuel comenzaba a hacerse más notoria ya que no había nadie que encendiera la televisión a las seis de la mañana para ver el noticiero, al despertar el café no estaba preparado y la correspondencia no había sido recogida. Eran las cosas que a Samuel le gustaba hacer y que se habían vuelto parte de su rutina diaria. Todos lo resintieron, menos Dylan que no había disfrutado de esos detalles diarios. Esa mañana había visto a Brenda observando la cafetera vacía y Connie buscó la fruta picada en el refrigerador, pero no la encontró. Él no dijo nada, solo las abrazó y dejó que Connie llorara.
Desayunó con ellas y decidió hablar sobre películas animadas, que eran las favoritas de Connie, cuando sus padres también fueron a la cocina, se unieron a la conversación. Y más tarde, Thomas y Irene se fueron a trabajar, pero antes llevaron a Connie a la escuela, mientras que Brenda tomó el autobús para ir a la ciudad y tomar su clase de ballet de ese día.
Por la mañana Dylan se quedó en casa, se distrajo con su laptop, viendo algunos videos y revisando algunos informes veterinarios que Rose le había mandado. Pero después de quedarse solo toda la mañana, resintiendo la falta de su abuelo y la tristeza que eso le ocasionaba, decidió ir al panteón, pues sabía que no tendría otra oportunidad antes de volver con su novia. Condujo hasta el cementerio y se estacionó justo frente a la zona en la que descansaba su amigo, pero no se atrevió a bajar del automóvil, por lo menos no durante los cinco minutos en los que solo miró hacia el cúmulo de lápidas.
Finalmente, decidió ir hacia la sepultura, bajó del automóvil y caminó hacia ahí, pasando entre las lápidas de otras personas del pueblo que habían muerto ese mismo año, incluida la de su abuelo que aún tenía flores que comenzaban a marchitarse. Cuando llegó a la de Riley, no vio más que la tierra y una placa con el número del lote. La lapida aun no estaba lista, pero imaginó lo que diría y al hacerlo sintió una gran opresión en su pecho, la mandíbula se le tensó y sus ojos le pesaron.
Riley Everett Myers Amado hijo y amigo.
12 de febrero de 1997– 25 de noviembre del 2025
Observó la placa y notó que estaba cubierta por la palabra “asesino” pintada en rojo, justo como la de la casa. Tocó la placa, pero no intentó retirar la pintura, sabía que se necesitaría algo más que agua para retirar todo. Dylan esperaba que Joyce no tuviera que ver eso y que los limpiadores del panteón se apresuraran a quitar la escritura, tal vez él tendría que reportarlo para que se hiciera algo, o tal vez era responsabilidad de la familia hacerlo.
—Hola Riley— pronunció en voz baja mientras se sentaba en el pasto—. Yo no sabía si debía venir, tenía miedo, pero no creo que eso importe mucho ahora. Creo que tenía miedo porque no sabía si tú estabas enojado conmigo en el momento en el que todo esto pasó, pero yo solo quiero decirte que…lo siento mucho. Yo no quise dejarte solo, no quise darte la espalda, pero estaba muy enojado y sé que lo arruiné todo y…
Colocó su mano sobre la tierra, sintió sus ojos humedecerse, pero no hizo nada para evitar que las lágrimas cayeran. Estaba solo, pero también triste, así que iba a permitirse llorar como no había podido hacerlo durante el funeral.
—¡Lo siento mucho, Rally! — exclamó.
Después de que derramó su tristeza por minutos, se quedó viendo la placa, leyó el nombre de su amigo una y otra vez, esperando inútilmente que el nombre cambiara. Estaba listo para retirarse, sin embargo, no se levantó, no fue capaz de hacerlo, después de que escuchó un constante golpeteo que venía de algún lugar muy cerca de donde él estaba. Una mano empuñada contra la madera de un ataúd. Golpes uniformes que no se detenían. Y entonces escuchó gritos, suplicas nada comprensibles. Él estaba paralizado y no reaccionó hasta que por fin entendió una sola palabra.
—Dylan.
No es real. No puede ser real, Riley está muerto, le hicieron una autopsia y…
—Dylan. Y…lo embalsamaron. No es posible.
—Ven conmigo.
Dylan sacudió la cabeza.
—Ya cállate—susurró—. Cállate.
Dylan no se hizo consciente de lo mucho que se alteró y gritó, ni de que golpeó el piso y empezó a escarbar, por lo menos no hasta que escuchó a un perro ladrar muy cerca de él y sintió unas manos sobre sus hombros que lo hicieron volver a la realidad.
—¡Tranquilo, amigo! — habló el cuidador.
Dylan dio la vuelta para mirar a ese hombre con una gorra sobre su canosa cabeza. El perro siguió ladrando escandalosamente, sus ojos estaban enfocados en la sepultura.
—¡Cállate, Rex! — ordenó al schnauzer y luego se dirigió a Dylan—. ¿Necesitas ayuda?
Él negó con la cabeza.
—Yo no…lo siento mucho.
Dylan se fue de ahí lo más rápido que pudo, se metió en su automóvil y hasta que colocó las manos sobre el volante se dio cuenta de que estaba temblando.
—Dios—susurró—. ¿Qué me está pasando?
Permaneció dentro del automóvil, no le importó que los cuidadores lo vieran desde el exterior y que hablaran sobre él, pero no estaba dispuesto a manejar en ese estado. Cuando consiguió calmarse después de un par de minutos, encendió el automóvil y manejó hasta su casa, pero no pudo olvidarse de lo que imaginó en el cementerio. Porque estaba seguro de que solo era su imaginación.
Editado: 04.11.2024