Sus ojos saltones.
Una bofetada. Otra más.
Ella cayendo de rodillas; su polla en la cara.
—Violeta.
Cabeceó y miró a su padre.
—¿Sí?
Él frunció el entrecejo.
—¿Pasa algo, hija?
Ella tragó saliva.
—No, nada.
Violeta miró a la bestia; usaba camisa manga larga, corbata y sostenía la biblia en la mano.
Él abriendo su boca y ella negándose.
Nauseas. Y aquel olor.
Jamás olvidaría ese olor. Olor a podrido. A alcohol. A tierra mojada; a días sin bañarse.
—Ella es Mariana —continuó su padre—, su esposa. Su hija Abigail, el pequeño Santi, y a Alejandro ya lo conoces.
Su polla dentro de su boca.
El sabor a metal.
El vómito asomándose en su garganta.
Jadeos. Mareos.
Y el arma fría en la sien.
—Un placer —articuló, con una sonrisa tan desgastada que no tardó en extinguirse.
La bestia ahora tenía una vida... ¿Y ella?
Ella no tenía casi nada.
Trozos. Retazos. Piezas que no encajaban.
Santi empezó a llorar y Abigail lo cargó. Tenía alrededor de unos dieciseises años, lo veía en su rostro, pero estaba vestida como una vieja. Igual que su madre, tenía el cabello largo hasta el final de la espalda, nada de maquillaje y usaba falda larga.
El niño no se calmó y le echó los brazos a su padre.
La bestia lo meció en su regazo, tarareando una canción, como si nada hubiera pasado. Como si aquel día no existiera. Como si nada hubiera sucedido.
Y si no sucedió. Entonces, ¿por qué ella no podía arrancárselo de la memoria?
¿Por qué cuando se miraba en el espejo no veía un cuerpo bonito sino a su maldito violador?
¿Por qué las noches se hacían tan largas y los días tan espesos?
¿Por qué aun le dolía su entre peina?
¿Por qué?
¿Por qué?
¿Por qué?
—Mi tesoro, ya no llores, aquí está papá —musitó él, palmeando su espalda, suavemente.
Sus manos. Arrancándole la ropa. Destrozándole las bragas.
Un silencio. Respiraciones agitadas.
Un escupitajo: un golpe. Un empujón: otro golpe.
Un cinturón azotándola.
Todo iba y venía, como una pesadilla que parecía no tener principio ni final.
¿Por qué no callan a ese maldito mocoso?
Violeta negó con la cabeza.
Era solo un niño. Un niño que no dejaba de chillar.
¿Acaso quería reventarle los oídos?
Mariana sujetó al bebé y le ofreció su pecho. Solo entonces se calmó. Él, porque Violeta no. Ella seguía más angustiada que nunca. Más inquieta.
—¿Cómo está Derek?
Miró a Antonio.
—Yo… No lo sé.
La cena se sirvió y todos se sentaron a la mesa.
Pollo relleno con salsa de piña.
Tenía buen aspecto, pero se le hizo tan nauseabundo.
Derek apareció con la mano vendada y se sentó al lado de su esposa, como era de esperar. Que tonta fue. Violeta esperaba otra cosa. Esperaba una mirada que la arrancara de su realidad… Una mirada que la salvara. Quizá. De ella misma.
Agarró un trozo de carne, lo metió en su boca y se obligó a tragarlo.
—¿Estás bien? —preguntó Antonio.
—¿Eh?
—Estás pálida.
—Eeeh… Es mi estómago. Me duele.
—Un brindis por el cumpleañero —escuchó aquella voz.
Octavio Espinoza, el hombre que la había violado. El padre de Derek. El mejor amigo de su padre. Allí estaba la bestia. Levantando la copa y sonriendo, como si nada hubiera pasado.
—Que Dios te guarde siempre, mi hermano. —continuó—. Que bendiga tu vida y la de los tuyos. Por muchos años más de vida. ¡Salud!
Una mordaza.
Un cuerpo abriéndole las piernas.
Nauseas. Dolor.
Una polla entrando y saliendo.
Suplicas. Sollozos.
Más dolor.
—Yo también quiero brindar por mi hermana. —Irina levantó la copa—. Por su regreso. Ah, y también por Antonio. Harían una hermosa pareja, ¿no es así, amor? —le sonrió a su esposo.