—Solo pasé a dejarte esto, te ayudarán con la digestión —dijo el médico, extendiéndole unos medicamentos. Violeta asintió, incapaz de pronunciar palabra alguna, la verdad se sentía culpable, él parecía realmente preocupado, y aquella supuesta indigestión ni siquiera existía—. Eeeeh… Bueno, tengo que regresar al consultorio.
—Antonio, espera. —Él volvió a mirarla—. Gracias… Gracias por estar pendiente de mí.
Él sonrió; una sonrisa que empezó a tornarse incomoda cuando este no se movió.
—Violeta —soltó, finalmente—. Quería… Yo… Uff… que calor está haciendo, ¿no? —Ella esbozó media sonrisa, todo aquel nerviosismo, se le hacía algo tierno—. Me queda claro que no quieres salir ni conmigo ni con nadie, como dijiste ayer, pero… Bueno, quería volver a reiterar la invitación.
—Antonio.
—No de la manera que tú piensas. Será una salida como amigos, ya sabes, hablar un poco, pasarla bien, pero nada más.
¿Comprendes que ese hombre está prohibido para ti? —recordó las palabras de su padre.
Con ese embarazo, no puede agarrarse disgustos. ¿Me entiendes?
—Está bien.
—¿En serio? —El rostro de Antonio volvió a relajarse.
—Sí, como amigos.
—Claro, como amigos. —Se secó la frente con un pañuelo.
—¿Quieres agua o tal vez un jugo?
—Agua está bien.
Violeta se fue a la cocina y mientras servía el vaso de agua, un sentimiento de arrepentimiento la invadió.
¿En qué lío se había metido?
Era obvio que Antonio lo que menos buscaba era una amistad.
Entonces, ¿por qué aceptó su invitación?
Pensó en Derek. En el instante en que la vio desnuda, y volvió a sonreír. A llenarse de colores. Como cuando aún era una adolescente. Soñadora e ingenua.
El suéter se le mojó y solo entonces volvió en sí; hacía rato que el agua estaba desparramándose sobre la encimera.
Volvió a guardar la jarra y buscó un trapo para limpiar. Cuando regresó al recibidor encontró al doctor con compañía.
—Ahora resulta que también es médico de Violeta —espetó Derek, con una sonrisita cargada de ironía—. Pero dígame algo: ¿esas son sus verdaderas intenciones o hay algo más?
Antes de que Antonio dijera algo, Violeta aclaró la garganta, haciendo sentir su presencia, y se echó a andar.
Mientras el médico bebía el agua, ella cruzó su mirada con la de Derek, quieto, en mitad de los dos; sus ojos eran un mar revuelto. Furioso. Amenazante. Y ella no encontraba de donde agarrarse para no terminar ahogada.
—Sé está haciendo tarde, ¿no, doctor? —comentó Derek—. No debería estar en su consultorio trabajando, y no irrumpiendo en casas ajenas.
—Derek…
—Claro. —Antonio devolvió el vaso—. Gracias, Violeta… Paso por ti el sábado a las seis.
Ella tragó saliva
—Sí, el sábado a las seis.
Cuando el médico se fue, ella afrontó a Derek:
—¿Se puede saber qué te pasa?
—¿Cómo que qué me pasa? A mí no me pasa nada… O mejor dicho sí me pasa. ¿Qué tiene que venir a hacer ese doctorcito aquí a verte? ¿Y qué es eso de que pasa por ti el sábado a las seis?
—Mira, Derek. —Entre abrió los labios dispuesta a decirle unas cuantas cosas que tenía atorada en la garganta, pero se las tragó, como siempre—. Ultimadamente, ese no es tu problema —bramó, y agarró hacia la cocina.
—Violeta… ¡Violeta!
Sintió sus pasos detrás de ella y cuando se vino a dar cuenta, él la había acorralado contra de la encimera.
Quiso moverse, pero él se lo impidió.
—No irás a ningún lado —sentenció.
—Derek, tú no pue…
—Chist —la hizo callar, y ella obedeció sometida por aquella boca rosada y carnosa, que quería besar—. ¿Es cierto que estás enferma? —preguntó, tiernamente.
—Es… Yo…Solo fue un dolor, pero ya pasó.
—Umm. —Acarició su mejilla, y ella se estremeció—. Que suerte para ti, en cambio a mi aún no se me pasa.
—¿De qué hablas?... ¿Estás enfermo?
Èl sonrió, negando con la cabeza, y sujetó su mano, para después besarla. Violeta no tardó en apartarla.
—No puedes… No debiste tratar a Antonio así.
Él alzó las cejas.
—¿Y cómo se supone que debo tratarlo? Escúchame bien, Violeta. No saldrás con ese imbécil.
—Tú… —jadeó—. No puedes prohibirme nada.
Derek la sujetó por la espalda y la atrajo a su cuerpo, haciéndole sentir su dureza. Ella pegó un gritico y él esbozó media sonrisa.
—Eres mía —sentenció—. Tan mía como lo fuiste anoche cuando te vi desnuda.