—Iré a ver a tu padre —intervino Antonio, dejándolos solos.
Violeta respiró hondo, buscando valor para enfrentar a Derek.
Cada vez que estaban solos era lo mismo… Una tensión… Una soga al cuello a punto de asfixiarla…Y unas ganas…
Unas ganas inmensas de abrazarlo.
—Tienes que denunciar —dijo él.
—¿Qué?
—Lo que escuchaste. Que tienes que denunciar.
Ella negó con la cabeza, aterrada. ¿Cómo iba a denunciar a su padre o mejor dicho, cómo iba a denunciar a un supuesto desconocido? Era una locura. Una locura que ella misma se había inventado para salvarlo. Para proteger a Derek del sufrimiento.
—Te dije que era un desconocido.
—Sí, pero puedes hacer un retrato hablado —insistió él.
—¿Para qué? Eso ya pasó hace muchos años.
—¿Cómo que para qué? ¿Tienes idea de a cuántas chicas puedes salvar de ese desgraciado? —Violeta arrugó la frente, había estado tan sumida en su propio dolor que nunca había pensado en esa posibilidad. ¿Y si Octavio había abusado de otras chicas durante estos años? —. Puedo imaginar todo lo que sientes, pero...
—No. Tú no puedes… —Se le quebró la voz—. No tienes idea de lo que siento… De lo que sentí —espetó con amargura.
—Y no sabes cómo me duele… Dios, si pudiera hacer algo para evitar lo que pasó créeme que lo haría, pero no…
—No puedes. Nunca podrás.
Derek acunó su rostro entre sus manos; su piel era tan cálida que por un momento el frío de su corazón se disipó.
—Dime qué hago… ¿Qué hago para quitarte todo este dolor, mi ángel? —le preguntó.
Violeta no pudo más y sus lágrimas cayeron como cascada al vacío.
Lo podía ver. Lo podía sentir.
Ahora no solo estaba sufriendo ella, sino él también.
Se reprochó por dejar ese diario a la vista. Por no negarlo. Y sucumbir ante el dolor. Él no lo merecía. No merecía sufrir por su culpa. No más.
—Estoy bien —balbuceó ella, retrocediendo, y dándole la espalda.
—Claro —asintió él, mientras ella se aferraba al barandal—. Por eso tomas ansiolíticos y antipsicóticos, ¿no?
Ella volvió a mirarlo.
—Tú viste…Derek… Son para dormir… Para calmar mis pensamientos.
—Violeta, por favor. —Derek posó su mano sobre la de ella—. Déjame ayudarte.
Ella negó con la cabeza.
—No… Tú no puedes… Nadie puede.
****
Irina escuchó las risas y fue hasta aquella habitación.
—Me haces cosquillas a mí también, mami.
Nora detuvo el juego.
—Ahora no puedo —espetó, y continuó armando las maletas.
—¿Dónde vas, mami? —insistió Irina.
—Lejos. Muy lejos de aquí.
—¿Y puedo ir contigo?
—No. Te quedarás con tu padre.
—Pero yo quiero ir contigo, mami —la rodeó por la cintura.
—¡Que no! —Irina cayó al suelo—. Que no entiendes que no te soporto… Desde que naciste no has sido más que una peste en mi vida… Un grillete que me ha encadenado a una vida que no quiero.
—Mami, pero yo te quiero —sollozó.
—Pero yo… —Nora se contuvo—. Tu padre te cuidará, yo no puedo, yo…
—¿Que pasa aquí? —Su padre apareció.
Irina encendió el reproductor y su madre empezó a tocar.
La última vez que la escuchó al piano fue ese día por la mañana. Antes de su partida. Antes del accidente y de que la metieran en aquel ataúd.
Le habían negado que la viera, pero ella se levantó en mitad de la madrugada y aprovechando que no había nadie, la miró a través del cristal.
Estaba pálida. Algo hinchada. Pero seguía igual de hermosa.
—¿Qué haces, mi niña? —escuchó la voz de Caridad.
—¿Cuándo va a despertar mamá? —preguntó.
—Ay mi niña… Ella… Ella ahora está en el cielo.
—Pero ¿va a volver?… ¿Por qué se fue?... Ella no me quiere... Ella solo quiere a Violeta…
Violeta…
Violeta siempre había sido una piedra en su zapato.
El bebé prematuro a los que todos cuidaban. La niña enfermiza. Todo su amor siempre fue para ella. Mientras Irina se tenía que conformar con las sobras. Y después de la muerte de su madre todo continuó igual. Igual o peor.
—Te odio. Te odio —le dijo un día a aquella bebé, y comenzó a golpearla.
Entonces, su padre decidió que era mejor enviarla a aquel internado. Cuanto detestaba ese lugar. A esas insoportables monjas.
Pero sobre todo a Violeta.
****
Derek iba saliendo del galpón cuando su teléfono sonó; un número desconocido otra vez.
—¿Bueno? —Ni siquiera sabía por qué contestaba, pero como siempre hubo silencio—. ¿Qué es lo quiere? ¿No se cansa de molestar?