Nadie oyó el trueno.
No hubo señales en el cielo.
El fin no llegó como relámpago, sino como un susurro que se alzó desde el suelo.
Asher recordaría el sabor del polvo más que el estruendo.
Lo vio desde la terraza alta del Ministerio, donde solía ordenar libros viejos que ya nadie leía. Una nube gris subía desde el centro de la ciudad, pero no era humo: era piel, sangre y palabras sin forma. El corazón de la capital se estaba derrumbando… no por bombas, sino por cuerpos.
Los cuerpos que no morían.
—Se abrió la tierra —susurró un anciano archivista a su lado, con la mirada fija y seca—. Como en los días de Datan y Abiram.
Asher no respondió. Su estómago se encogía, pero no por miedo. Era algo más… como si el aire ya no fuera aire. Como si alguien más respirara por él. Y entonces lo vio: una figura retorcida que caminaba sobre otras. No corría. No atacaba. Solo avanzaba, como un sueño caminando dentro de una pesadilla. Su espalda estaba torcida, sus manos eran largas y temblorosas, y de su boca abierta brotaban gemidos: no de dolor, sino de recuerdo.
—No debí… no debí dejarla… no debí…
El Roto arrastraba las frases como si fueran parte de su cuerpo. Su rostro estaba partido en dos, como si alguien lo hubiera quebrado desde adentro. Y cada paso que daba dejaba una estela de… tierra muerta.
Asher quiso moverse. Pero no pudo.
Y entonces… los vio a todos.
Cientos. Miles.
Bajando por las calles. Trepando por las paredes. Arrastrándose por los ventanales rotos del templo y del Senado. Como si la ciudad misma les hubiera dado a luz.
Y todos decían algo.
Unos gritaban nombres. Otros gemían oraciones rotas.
Muchos simplemente repetían una sola palabra, una y otra vez, hasta hacerla perder su forma.
Fue en ese instante cuando el cielo ardió.
Un fuego que no venía del sol, ni del hombre. Un fuego que caía sin ruido, sin humo. Un fuego que parecía escoger a los que aún respiraban… y los convertía.
No en cenizas.
En ellos.
En los deformes.
En los rotos.
Y el mundo se partió en dos.
La ciudad se llamaba Numen. Construida sobre las ruinas de las antiguas civilizaciones, era el corazón del nuevo pacto entre los sobrevivientes de la Gran Sequía y los sabios de los Archivos. Una ciudad sin templos, pero con pantallas de oración; sin sacerdotes, pero con intérpretes de algoritmos sagrados.
Decían que Numen no podía caer, porque no adoraba a ningún dios.
Pero todo lo que no adora, devora.
El fuego —ese que no ardía ni quemaba, pero transformaba— cayó sobre el centro de la ciudad como una revelación. No era nuclear, ni mágico, ni climático. Era... íntimo. Como si cada alma hubiera sido llamada por su nombre al abismo. Y respondiera con una grieta.
Asher bajó corriendo las escaleras del Ministerio. Su mente apenas procesaba los gritos, los estallidos de carne y metal, los rezos sucios que salían de bocas humanas y no humanas. El aire olía a cables quemados, a tinta vieja y a traición.
—¡Lía! —gritó, por primera vez con miedo verdadero—. ¡Lía!
Ella estaba en el Nivel Bajo, donde los aprendices y traductores de lenguas muertas transcribían libros que nunca serían publicados. Su hermana menor. Su razón. Su fe.
La encontró junto a la columna de mármol rajado. Estaba temblando, con los ojos abiertos de par en par y las manos cubiertas de sangre.
—¡Asher... no me toques! —dijo ella, como si su voz viniera desde detrás de un muro.
—¿Estás herida?
—No… no lo entiendes. No es mía.
Asher miró a su alrededor.
Junto a ella, en el suelo, yacía el cuerpo sin rostro del Maestro Tuviel. Su túnica aún ardía con el brillo cenizo del fuego caído. Pero su pecho subía. Bajaba. Y su boca…
—"Yo vi a los hijos jugar... y no les dije... no les dije… que ya estaban muertos."
La voz no era humana. Era el eco de un eco. Los labios del maestro se estaban partiendo. No con heridas… sino con palabras.
Y su cuerpo, lentamente, empezó a cambiar. Su espalda se arqueó como si una cuerda lo jalara hacia atrás. Sus ojos se hundieron. De su piel brotaron formas, no tumores, sino letras, palabras enteras que se despegaban y caían como escamas.
Versículos antiguos. Lenguas prohibidas.
Él se convertía en un libro que nadie debía leer. Un Roto, pero uno que recordaba demasiado.
—¡Tenemos que salir! —gritó Asher, sujetando a su hermana.
—¡No! ¡Es Tuviel! ¡Aún está vivo!
—¡No, Lía! ¡Ya no!
Pero ella no lo soltaba. Lo miraba como si todavía hubiera redención en esa carne deformada.
Y entonces el Maestro, o lo que quedaba de él, la miró.
Y sonrió.
Y dijo:
—Tú también escondes cosas.
Fue en ese instante cuando Lía gritó. Y el fuego la tocó.
La piel de Lía se quebró como si fuera porcelana vieja. No sangró. No gritó. Solo se abrió.
Primero fue la frente, donde el fuego invisible pareció dibujar letras. Letras que se movían como gusanos. Como si un idioma vivo le caminara por dentro. Luego fue la mandíbula, que se desajustó lentamente, con un sonido seco, casi ceremonial, como el chasquido de un sello rompiéndose.
—Lía… no… no… —balbuceó Asher. Pero las palabras eran inútiles.
Ya no estaba ella.
Lo que una vez fue su rostro ahora era un hueco negro, del que colgaban filamentos rojos como nervios desenrollados. Un ojo todavía la miraba. El otro, se había licuado.
El fuego no solo transformaba el cuerpo. Lo revelaba.
De su espalda brotaron columnas de hueso que no eran alas. Se extendían como ramas torcidas, cubiertas de ojos diminutos, cada uno parpadeando de manera independiente. Los dientes se multiplicaron, no dentro de su boca, sino fuera, apareciendo por su cuello, sus hombros, incluso por la palma de sus manos.
Asher cayó de rodillas.
No por miedo.
Sino por culpa.
La criatura que había sido su hermana lo olía. Lo reconocía. Pero no se movía. Simplemente se mantenía de pie, temblando, como si luchara contra sí misma.