Visto a lo largo del río Miño, con sus bancos de arena y los montes españoles al otro lado, hasta Moledo, frente a la isla de Ínsua, el mar es verde y está revuelto a causa de las corrientes y los ventarrones, mientras que las playas son blancas y salvajes.
La carretera que dirige el viaje es la Nacional 13, hasta Viana do Castelo. Pero antes de llegar a Vila Praia de Âncora hay siempre un camino por la costa. Después, la N13 hasta Gelfa y Afife, poblaciones discretas, con maizales entre los montes y el mar, engastado de peñascos que lo unen a la playa, con una continuidad que da la sensación de que todo es parte del mismo archipiélago de nieblas y colores intensos.
Afife está alejada del mar. Casi no se ve, casi no existe, y hay que salir de la carretera para encontrar el pueblo. Ya en el centro, entre la escuela primaria y la Junta Municipal de Distrito, se yergue un magnífico palacete de dos pisos, paredes amarillas y ventanas blancas: es el Casino Afifense.
El casino aporta un aire de bohemia mediterránea de entreguerras, de un Montecarlo impregnado de una fantasía sudamericana. Nos da la sensación de que, si entrásemos, la orquesta seguiría tocando, el salón estaría abarrotado y los engalanados burgueses del lugar arrastrarían, a paso de foxtrot, a las muchachas hasta rincones fuera del alcance visual de sus padres, acomodados en los palcos. Pero las puertas están cerradas. El estado de conservación del edificio es excelente. Todo está intacto y resulta atrayente, aunque no se pueda entrar. Es un mundo prohibido.
La culpa es del presidente de la asociación, que no quiere hacer del Casino un lugar accesible, según algunas voces acusadoras de la zona. Aunque, según el presidente, estas personas están demasiado ancladas en el pasado.
Lo extraño, sin embargo, no es que el Casino esté cerrado. Lo extraño es que aquí, en este pueblo de poco más de mil habitantes, hubiese un casino.
Solamente el bar se mantiene abierto, en una parte independiente del edificio, con su terraza en el paseo y su clientela fiel, casi toda mayor de 60 años. Tomás Pinto, un hombre meticuloso y agitado, que usa bañador tanto en verano como en invierno, viene aquí todos los días, como si el tiempo fuese una dimensión congelada.
Tiene el pelo blanco, la tez bronceada, la mirada de artista incomprendido y 63 años de edad: podría entrar de traje y corbata (con el abrigo siempre apretado, según las reglas definidas por la asociación) en la sala de espectáculos del Casino Afifense el día del baile do Caldo Verde, de juego «legítimo» o de la representación de Antígona, en la que hasta los cascos de los soldados atenienses estaban fabricados por toneleros locales.
Nada ha cambiado de sitio. Ni Tomás Pinto, ni el Casino, ni el pueblo de Afife, al hilo del mar, de los cultivos y de los maizales. Nada ha cambiado y, a la vez, todo.
Para quien pasa de largo, Afife no parece más que un lugar de veraneo. Un reducto de belleza pura donde algunos ricachones se hicieron construir casas de vacaciones, donde ciertos artistas de éxito y antiguas familias inglesas del vino de Oporto buscan refugio y tranquilidad.
Al contrario que Moledo y otras playas de la zona, aquí se mantiene la distancia respecto al mar y a las miradas. Es un lugar opuesto a la ostentación, de carácter altivo y elitista, como además, por determinismo del paisaje, siempre fue.
Afife no es tierra de pescadores, como Âncora y otras poblaciones de la costa norteña. Es una zona agrícola, pero de producción tan pobre, que los hombres válidos emigran desde que se tiene memoria. Se iban a Lisboa, Oporto y Coimbra y, de ahí, a todos lados del país, para trabajar en la construcción civil como pintores, revocadores y encaladores. Algunos se fueron a España, Brasil, Uruguay, Argentina o Norteamérica.
Pero desde el siglo XVIII, sería en Oporto donde alcanzarían una mayor especialización. En un libro de registros de ingresos y gastos de la iglesia de Santa Marinha de Vila Nova de Gaia, se menciona como maestros encaladores en las obras de restauración, iniciadas en 1745, a los hermanos Manuel Alves Bezerra y Mateus Alves Bezerra, naturales del lugar de Agro de Cima, en Casa das Catôrras, distrito de Afife, en Viana do Castelo. En el mismo documento, guardado en el Archivo Provincial de Oporto y citado en una monografía de Afife, escrita por Avelino Ramos Meira en 1945, se hace también referencia, probablemente para justificar el generoso pago de cuatro monedas, al hecho de que los hermanos Bezerra hubieran trabajado previamente en las obras de la Iglesia y Torre dos Clérigos bajo la dirección del arquitecto italiano Nicolau Nasoni.
Sería con él y con sus obreros con quienes los afifenses aprenderían el arte de los techos en estuco, que introdujeron en Portugal —de extrema utilidad en las reconstrucciones tras el terremoto de 1755—, y que acabó por extenderse por el país, pasando y perfeccionándose de generación en generación. Después de la Primera Guerra Mundial, muchos estucadores afifenses encontraron trabajo en Francia donde aprendieron a hacer encajes de cal y yeso en los estilos Luis XV, Luis XVI e Imperio.
Durante los siglos XIX y XX, surgen estucadores afifenses que se mencionan por todo el país, sea por la autoría de obras, sea por la fundación de escuelas.
Los Bezerra y sus descendientes vendrían a firmar trabajos de mucha importancia en Lisboa, Oporto, Guimarães y otros lugares. Fueron también estucadores legendarios los hermanos Ferreirinha, el maestro José Moreira, conocido como el Francés —se dice que porque su madre fue violada por un soldado napoleónico durante la invasión de 1810—, y Domingos Meira, que sería condecorado con la Comenda da Ordem de Cristo y a quien se debe, por ejemplo, la decoración del gran salón del Palácio da Pena, en Sintra, de diversos salones en el Palácio das Necessidades, del Duque de Loulé y de decenas de palacios.
En esa edad de oro, entre el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, en Afife solo se quedaban prácticamente las mujeres para trabajar en la agricultura. La mayoría de los hombres se dedicaba al estuco o a artes afines y vivía fuera de su tierra. En todas partes les precedía el prestigio y el respeto, y eran vistos más como intelectuales que como artífices. Se presentaban en las obras con levita y sombrero alto, o de frac, con cuello blanco, pantalón de fantasía y bombín, según la monografía de Avelino Meira, él mismo hijo y nieto de estucadores.