La niebla caía espesa sobre Hamelín en el amanecer del 26 de junio de 1284. El aire olía a humedad, madera podrida y miedo contenido. Las campanas de la iglesia no sonaron esa mañana. Los niños no salieron a jugar, no se oyeron sus risas ni sus pasos por los empedrados. Sólo quedaban gritos, llantos, y el eco lejano —apenas perceptible— de una melodía imposible, que aún parecía vibrar en los huesos de los que quedaban.
El consejo de ancianos se reunió en secreto. La noticia debía ser ocultada. El acta redactada por el escriba fue quemada en el altar mayor. Quedó una sola línea, grabada con hierro sobre piedra: “En este año, 130 niños fueron llevados por un hombre de extraño atavío.” Nada más.
Pero hubo alguien que se negó a olvidar.
Su nombre era Adelheid, hija de un carpintero. Tenía quince años cuando todo ocurrió, y vio al Flautista. Lo vio. No como lo dibujaron después, con ropas coloridas y aire alegre. No. Ella lo vio como realmente era: alto, inhumano en su quietud, con una túnica hecha de telas que parecían flotar como humo. No tenía rostro. Donde deberían estar los ojos, había un abismo. Y la flauta… era larga, de un material que no correspondía a ningún árbol o metal conocido. Emitía notas que no pertenecían a este mundo. Eran sonidos que no tocaban los oídos, sino los pensamientos, las emociones, los miedos más profundos.
—No era un hombre —decía Adelheid cada noche, a quien quisiera escucharla—. Era algo más. Algo que se disfrazaba de humano, que hablaba como nosotros, pero que no era uno de los nuestros. Su voz tenía ecos que no deberían existir.
La trataron de loca. Le prohibieron hablar. Pero ella no paró. Tenía que saber por qué. ¿Por qué sus amigos lo siguieron? ¿Por qué no podían resistirse? ¿Por qué ella, y sólo ella, no oyó nada?
Fue entonces que buscó a alguien que pudiera ayudarla: un monje desterrado llamado Fray Mathias, quien había pasado años estudiando textos prohibidos de las bibliotecas de Constantinopla. Vivía aislado, temido por sus vecinos, rodeado de pergaminos que hablaban de seres antiguos, de entidades que nacieron cuando el universo aún era un susurro.
—No has oído la melodía porque tu alma está rota —le dijo el monje—. La música sólo penetra en las almas completas. Tú… tú eres un vacío. Por eso no fuiste tomada.
Adelheid lo miró con repulsión. Pero no se fue. Porque quería respuestas.
—¿Qué era ese hombre? —preguntó.
Mathias se lo pensó. Luego le entregó un libro encuadernado en cuero reseco, cubierto de símbolos que parecían moverse si se miraban demasiado tiempo.
—No es un hombre. Nunca lo fue. Se le conoce como Kthelel, el Flautista de los Umbrales. Un Nódulo del Error. Un fragmento caído de una voluntad que no debía existir. Aparece cada cierto tiempo, cuando el mundo se corrompe lo suficiente como para permitirle regresar. Se alimenta del alma de los puros. De los niños. De la inocencia. Y siempre… busca algo.
—¿Qué busca?
—Recuerdos. Fragmentos de sí mismo. Pedazos de lo que fue antes de ser arrojado fuera de la creación.
Adelheid se estremeció.
—¿Puede ser detenido?
—No. Sólo puede ser evitado. Es un acorde disonante en la sinfonía de la existencia. Y si alguna vez se recompone por completo, no quedará mundo para llorar su regreso.
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Los años pasaron. Adelheid envejeció. Se marchó de Hamelín y llevó su historia a otros pueblos. La mayoría no le creyó. Pero hubo algunos que sí. Y con ellos fundó un culto: Los Hijos del Silencio, encargados de vigilar, de escuchar… y de advertir.
Porque el Flautista volvía. Siempre volvía.
Fue avistado en 1792, en un orfanato de Lyon. Cincuenta y dos niños desaparecieron durante una noche de tormenta. Se encontraron dibujos en las paredes: figuras alargadas, sin rostro, con flautas que parecían serpentear como lenguas.
Fue visto en 1914, en una aldea ucraniana, justo antes de que se desatara la guerra. Los ancianos lo vieron parado al borde del bosque, con una sonrisa que no era sonrisa. Cuando los hombres regresaron del frente, la aldea estaba vacía. Ni un solo niño quedó.
Y más recientemente, hubo quien juró haberlo visto durante un festival de música electrónica en Berlín. Una melodía surgió sin DJ, sin fuente aparente. Trescientos jóvenes entraron en trance. Al día siguiente, no se halló rastro de ellos.
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Hoy, una joven investigadora del folclore europeo llamada Lena Bauer, descendiente directa de Adelheid, ha retomado el caso. Ha recopilado relatos, símbolos, patrones. En sus estudios, ha encontrado conexiones entre melodías antiguas y ciertas frecuencias sonoras que afectan directamente la corteza cerebral. Y algo más…
—Hay una partitura —le dice a su colega, Marek—. Una partitura que no debe tocarse. Está escondida en los archivos vaticanos, sellada con siete sellos. Dicen que es la “Canción del Regreso”.
Marek ríe.
—¿Y si la tocas?
—Dicen que despiertas al Flautista por completo. Que regresa… entero. Que ya no busca, porque lo ha encontrado todo. Que entonces la música no se oirá… se sentirá. Dentro de ti. Y no podrás dejar de danzar hasta que tu cuerpo se rompa.
Marek no volvió a reír.
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Un mes después, Lena desapareció. Su casa estaba llena de partituras rotas, audios distorsionados, y una nota escrita con sangre: “No es música. Es hambre.”
Los vecinos hablaron de un hombre alto, con un abrigo largo, que fue visto caminando por el parque con una flauta negra en la mano. No había viento, pero las hojas danzaban.
Hoy, hay quienes dicen que en ciertas canciones se esconden notas que no deberían estar allí. Frecuencias que provocan visiones, convulsiones… desapariciones. El Flautista está volviendo. A través de nuestros altavoces, nuestras transmisiones, nuestras almas digitales.
Porque nunca fue una historia para dormir a los niños.