No era un día como cualquier otro. Sin embargo, aquella mañana cuando los rayos brillantes de los soles habían asomado por encima de los tejados de la ciudad, no parecía un día distinto a los demás. Los panaderos, que llevaban algunas horas con los hornos encendidos, comenzaban el reparto matutino del pan con el que las posadas, tabernas y comedores darían de comer a los madrugadores. En el puerto los estibadores habían comenzado a descargar los pesqueros de río que llegaban a primera hora, cargados de pescado fresco para vender en el mercado. Y sin embargo, aunque la ciudad había despertado al mismo ritmo que el resto de los días, aquel, ciertamente, no era un día como cualquier otro.
Durante la mañana se esperaba la llegada a la ciudad de un personaje al que los ciudadanos llevaban tiempo esperando. Se trataba de un juglar, aunque eso no era lo que lo hacía especial. En una ciudad como Capital pasaban juglares a diario, dispuestos a ofrecer su música y su talento a los oídos más refinados, con tal de codearse con la alta nobleza y ganarse la simpatía de algún personaje influyente y de prestigio. Sin embargo, aquellos músicos, poetas y cuentacuentos no se detenían a actuar para los humildes. Muchos de los que la ciudad acogía evitaban poner un solo pie en las zonas más empobrecidas, donde la gente no podía pagar el precio que aquellos artistas itinerantes muchas veces pedían por sus actuaciones. Sin embargo, había algunos juglares que sí aceptaban actuar para el pueblo llano. Y uno de aquellos, quizá el más querido de todos, había anunciado que llegaría a la ciudad aquella misma mañana. Para los menos adinerados aquello suponía todo un acontecimiento, y lo celebraban como lo harían con el regreso triunfal de algún gran héroe de guerra. Porque Vieja Lengua, como se le conocía habitualmente, no solamente aceptaba actuar y tocar para el pueblo llano, sino que además lo hacía muchas veces de forma gratuita y con el regocijo propio de los que se encuentran entre iguales. No era ningún secreto que el viejo juglar era de origen humilde, motivo por el que disfrutaba tanto actuando para aquellos de su misma condición social. Era como un reencuentro familiar.
A pesar de que se rumoreaba que Vieja Lengua llegaría durante la mañana, lo cierto es que al final terminó apareciendo durante la tarde. Aquellas horas de retraso no habían hecho más que aumentar la expectación que había alrededor de su llegada. Y al fin corrió la voz y cuando los soles, el pequeño y azulado astro que se asociaba a la diosa Alwa y el brillante y poderoso gigante de luz blanquecina que representaba al dios Daku, llevaban su baile de luces hacia el ocaso dorado, se supo con certeza: el juglar había llegado.
Dewitt dobló a toda prisa una esquina de un callejón, atraído por los gritos de júbilo que por doquier resonaban. Sus pies descalzos pisaban sin ninguna preocupación los charcos embarrados de las calles mientras se dirigía hacia la plaza donde Vieja Lengua siempre hacía su primera actuación, gratuita y para todo el que quisiera acercarse. Scarlett seguía al chico a la carrera, vigilándolo con una sonrisa en los labios. No era habitual verlo tan excitado. «Ni a él ni a nadie…», pensó la muchacha mientras esquivaba los charcos que Dewitt no se molestaba en evitar. El ánimo, casi euforia que se desataba en la barriada cuando llegaba la noticia de que el anciano juglar actuaría para ellos era solamente comparable a la que había durante las fiestas de solsticio, aunque incluso aquellas eran cada año más frugales y sombrías.
—¡Corre, Scarlett, corre o nos lo perderemos! —gritaba Dewitt, tirando de la manga a la muchacha que correteaba junto a él.
—Tranquilo, Dewitt —lo apaciguó ella con una sonrisa—. Aún no ha comenzado. No llegaremos tarde.
—¡Pero no quiero perdérmelo! ¡Vamos, vamos!
Cuando llegaron a la Plaza de los Cuervos la gente ya se estaba arremolinando alrededor de una estructura de madera que algunas décadas atrás se había utilizado como patíbulo. Ahora que había caído en desuso se había desmontado parcialmente, dejando únicamente el tablado de madera a modo de escenario. Las trampillas que se abrían para dejar caer a los condenados habían sido selladas, y el arco de madera del que colgaban las sogas había desaparecido. Solo habían sobrevivido al paso del tiempo el escenario y el nombre que el patíbulo daba a la plaza en honor de las decenas de cuervos que se aglomeraban a su alrededor cuando se iba a ejecutar a los reos. Sin embargo, los cuervos ya no acudían, y eran los vecinos los que se arremolinaban, ansiosos, alrededor del antiguo patíbulo, esperando a que comenzara la función del juglar.
Dewitt y Scarlett llegaron apresuradamente cuando el espectáculo aún no había comenzado. Como eran pequeños consiguieron colarse por entre el gentío hasta conseguir un lugar en un porche que les daba una vista del escenario un tanto ladeada, pero clara y directa.
Y nada más encontrar Scarlett y Dewitt su sitio, como si hubiera estado esperando su llegada, subió el juglar los escalones que llevaban a lo alto del tablado, ante lo que el público respondió con una atronadora ovación. Vieja Lengua era todo un ídolo en Capital.
El anciano bardo era un hombre de unos cincuenta años, con una barriga como un tonel, de barba y cabello ralo, y vestido con ropajes humildes plagados de parches y cosidos. A su espalda sujetaba con un cordel un pequeño instrumento de cuerda que parecía un laúd en miniatura, uno que Scarlett no había visto nunca y cuyo nombre desconocía. Tras aceptar y disfrutar del aplauso de la muchedumbre que le rodeaba, Vieja Lengua se dirigió a su público con su voz grave y retumbante.