El fragmento ámbar. El ojo esmeralda

Capítulo 4

Pronto perdieron de vista a Delia y se adentraron en el entramado callejero del distrito más pobre de Capital en dirección a su refugio. La noche descendía implacable sobre la ciudad y su oscuridad lo comenzaba a cubrir todo como si de un manto sombrío se tratara. A pesar de la debilidad que ambos sentían, la chica trató de forzar la marcha a la mayor velocidad posible. Sabía que no eran más que dos niños, y que portaban con ellos un valiosísimo tesoro: comida en buen estado y una bolsa con monedas. Algo que en aquella parte de la ciudad era tan codiciado como el oro. Algo por lo que más de la mitad de los habitantes de Capital llegaría a matar.

Lanzando continuas miradas a sus espaldas y vigilando todas y cada una de las esquinas y recodos avanzaban los dos, con cada vez menos luz que alumbrara sus pasos. En aquellos barrios más humildes no se encendían faros ni lámparas de aceite por la noche, lo que hacía sus calles doblemente peligrosas: cualquiera podía esconderse en aquel mar de oscuridad y asaltar al caminante incauto. Era tanta su precaución que a Scarlett casi le da un vuelco el corazón cuando, al doblar una esquina, se dio de bruces contra alguien que venía desde el otro lado. La muchacha trastabilló, tropezó con Dewitt, que se encontraba tras ella, y cayó al suelo. La cesta en la que portaba los regalos de Delia cayó también, y la barra de pan y las manzanas rodaron por el suelo. La bolsita de cuero que contenía algunas monedas no cayó, sino que quedó bien sujeta en la mano de Scarlett.

El hombre con el que había topado también tropezó hacia atrás, haciendo gala de unos reflejos nada ágiles. A pesar de que apenas se distinguía su aspecto, pudieron ver que se trataba de un hombre alto de edad algo avanzada que vestía con harapos sucios y andrajosos. Scarlett se repuso y recobró el equilibrio rápidamente, muy agitada y asustada por el encontronazo. Echó una mirada rápida al hombre con el que había topado, que estaba tratando de levantarse, y con el corazón latiéndole con fuerza se dirigió hacia Dewitt.

—Levanta, chico, vamos —lo apremió—. Corre, date prisa.

El muchacho, sin embargo, parecía haberse retorcido el tobillo y le estaba costando ponerse en pie aun con la ayuda de la chica. A unos metros el hombre con el que habían topado ya se había repuesto. Scarlett le echó una mirada y se le heló la sangre. Se estaba acercando a ellos con pasos apresurados.

—¡Eh! ¡Eh, vosotros! —se le oyó gruñir.

Antes de que los alcanzara Scarlett consiguió levantar a Dewitt del suelo manteniéndolo erguido con el apoyo de su brazo izquierdo, mientras con el derecho recogía los alimentos con los que Delia les había obsequiado y los guardaba en la cesta. Sin pararse a mirar al hombre con el que habían topado emprendieron la marcha como pudieron, avanzando a paso muy lento. Dewitt estaba agotado y apenas podía apoyar el pie derecho, y Scarlett no tenía muchas fuerzas más que él. Caminaron como pudieron durante unos momentos que a la muchacha se le hicieron eternos. El sonido de su respiración entrecortada le impedía escuchar si aquel individuo se les acercaba por detrás, y estaba demasiado asustada como para volverse y mirar.

Al cabo de unos momentos de cruda incertidumbre, Scarlett pudo escuchar un gruñido justo a su espalda. Un fuerte empujón los sacudió lanzándolos de nuevo al suelo. La chica, mareada, levantó la vista y miró alrededor. Junto a ella Dewitt se revolvía en el fango de la calle y lloriqueaba. A un metro de distancia, un hombre hurgaba en la cesta de la muchacha. La luz de la luna, asociada a la diosa Naelys, asomaba por entre las nubes y lo alumbró. Se trataba sin ninguna duda de un vagabundo. Vestía ropas viejas, muy gastadas y deshilachadas, con numerosos parches y remiendos de colores diversos. Lucía un cabello graso, sucio y largo, lo mismo que su barba. El hombre estaba ocupado cargándose en los brazos la comida que había en la cesta de Scarlett, y mientras lo hacía, ella aprovechó para acercarse a Dewitt y tratar de nuevo de levantarlo. «Quizá podamos irnos sin que nos vea», deseó.

La chica se acercó a su amigo con sigilo mientras el vagabundo que los había empujado mordisqueaba la barra de pan que había encontrado en la cesta, distraído. Scarlett se agachó para coger a Dewitt y levantarlo, pero ese movimiento hizo que la bolsita de cuero que sujetaba aún en la mano tintineara. No fue un sonido muy fuerte, pero lo fue lo suficiente como para que el mendigo que les había atacado levantara la vista del pan y la clavara fijamente en Scarlett. La chica se quedó paralizada un momento con Dewitt a medio levantar. No sentía otra cosa que el corazón latir en su pecho. Hubo un momento de tensión en el que ambos se miraron hasta que el vagabundo gruñó mientras se levantaba, tirando al suelo la barra de pan mordisqueada.

—Eh, niña… —dijo con voz carrasposa y pastosa—. ¿Qué llevas ahí? Vamos, dámelo, dámelo.

El vagabundo se acercó a ellos con pasos oscilantes y fue entonces cuando Scarlett se percató de algo en lo que no había reparado. «Está borracho. Casi no se aguanta en pie». En solo unos segundos desfilaron en su mente decenas de pensamientos febriles y desesperados. «No es tan grande». «Quizá puedo empujarle y tirarle al suelo». «Ha bebido mucho». «Si nos damos prisa podremos dejarle atrás». «No es tan peligroso como parece». Todos aquellos pensamientos se esfumaron como una vela que se apaga de un soplido cuando el vagabundo se agachó y recogió algo de un montón de basura cercana. Con la escasa luz lunar no se veía muy bien lo que sostenía, pero el destello del vidrio quebrado fue suficiente para intuirlo.

—Ven aquí si no quieres que te raje como a una cerda, niña —masculló el hombre agitando la botella rota hacia ella—. Dame esa bolsa ahora mismo.



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En el texto hay: distopia, aventura epica, mitologia

Editado: 27.03.2020

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