El pan y las manzanas que la mujer llamada Delia les había dado les duraron exactamente dos días. Durante aquel tiempo los niños llamados Dan, Lara y Diana convivieron en la antigua panadería en ruinas junto con Dewitt y Scarlett, pero una vez se agotaron las provisiones desaparecieron. Rápido y en silencio, tal y como habían llegado. A Scarlett no le sorprendió lo más mínimo. En un ambiente como el de los barrios más pobres de la Capital se despertaban unos instintos prácticamente salvajes de lucha por la supervivencia. No se hacían amigos, no se confiaba en nadie que no perteneciera a los diminutos grupos que se formaban. Los niños se veían obligados a ser nómadas, a veces gorriones, a veces ladrones y en casos extremos asesinos. Los tres pequeños se habían ido como habían venido. Sin agradecimientos, sin despedidas ni abrazos. Capital era una selva civilizada en la que demasiados lazos o el hecho de depender de demasiadas personas podían terminar por provocar una muerte solitaria.
Después de que los niños los dejaran pasaron unas semanas en las que Scarlett y Dewitt consiguieron lo justo para sobrevivir día tras días, pero nunca lo suficiente como para acumular provisiones para el invierno. El frío se acercaba y Scarlett estaba cada vez más preocupada por la situación en la que ella y Dewitt se encontraban. De nuevo dependían de la suerte, tan esquiva y caprichosa. Una vez más la sonrisa de Dewitt se apagaba y desaparecía, por mucho que Scarlett se esforzara en alimentarla y mantenerla viva.
Scarlett se disponía a salir a las calles en busca de un nuevo pedacito de aquella preciada y perseguida buena fortuna que por el contrario tanto parecía esforzarse en ignorarles. Aquella mañana Dewitt no se había despertado con los primeros rayos de la mañana, por lo que la muchacha había decidido dejarle durmiendo. Si se despertaba querría salir con ella y si la acompañaba no solo la demoraría, sino que se cansaría, gastaría energías y se encontraría aún peor. Así pues la muchacha salió, como cada mañana, en un día que tenía ya varias horas de vida. Un día gris y monótono de cielo nublado. No era un día que invitara a pensar con optimismo. Y sin embargo, de nuevo debía intentarlo. La otra opción era la firme y fría muerte, siempre presente. Siempre acechante.
El recorrido de Scarlett comenzó por una de sus calles talismán. Se trataba de una calle con gran presencia de locales de sastrería llamada la Calle de las Agujas, en la que la semana anterior había conseguido zanahorias y cebollas un día y otro día unas monedas de cobre con las que había podido comprar media barra de pan duro. Sin embargo, tras horas y horas pidiendo la voluntad a los transeúntes, tenía las manos tan vacías como siempre habían estado. Se vio obligada a recorrer las calles siguientes de su recorrido con cara larga, pies cansados y manos vacías.
Los soles, el pequeño y azulado que encarnaba a la diosa Alwa y el grande y blanquecino representativo del dios Daku llegaron ambos a su cénit del mediodía y Scarlett no había conseguido nada de nada. Ni una triste moneda, ni una manzana pasada. Hasta las muecas de empatía y pena hacia ella escaseaban. Decidió tomarse un descanso para retomar su actividad pasada la hora del mediodía. Pensó en Dewitt, pero no se preocupó. No era la primera vez que lo dejaba solo en el refugio y el chico sabía lo que aquello significaba: que tenía que quedarse a proteger el escondite hasta que ella regresara. En realidad era una misión fútil, pues el refugio era casi imposible de encontrar si no se conocía el camino entre las ruinas. Pero así Scarlett lo mantenía entretenido y no tenía que cargar con él durante todo el día. Le quería mucho, como si fuera su hermano, pero era cierto que cuando había que caminar se cansaba y se desanimaba con demasiada facilidad, por lo que al final tenía que ser ella la que terminaba por cargar con él.
Así pues Scarlett se acercó a la pequeña plaza en la que había la fuente donde rellenaba periódicamente su odre de agua. La fuente había estado antaño decorada por una estatua que con el tiempo se había desmoronado y que ya nadie recordaba. Solo quedaban de ella los pies, motivo por el que la conocían como la Fuente de los Pies. Cuando Scarlett la veía le gustaba imaginar qué podría haber sido aquella estatua antes de caer, inventando e imaginando historias sobre su pasado y su historia.
Una vez junto a la fuente la muchacha se acercó al agua y bebió un largo trago para saciar la sed que horas y horas de andadura le habían provocado. A su alrededor, la gente iba y venía sin preocuparse por ella, y los gritos de los mercaderes anunciar sus productos se oía como un telón de fondo, siendo ella nada más que una parte del decorado.
Cuando hubo recuperado fuerzas, todas las que podía sin nada que llevarse a la boca, decidió continuar su camino. «¿Todo un día sin encontrar absolutamente nada? No es posible». Al menos ella quería creer que así era. Casi todas las veces que salía a pedir limosna acababa por obtener algo. A veces no era más que un mendrugo de pan raído, o un pedazo de cecina dura como el cuero, o fruta de un color más negro que de cualquier otro. Pero era algo. Eran muy pocas las veces en las que no obtenía absolutamente nada. Y sin embargo sentía planear aquella posibilidad por encima de su cabeza, como un ave carroñera que sigue lentamente y en silencio a una presa a la que sabe que pronto devorará.
Los pies de Scarlett recorrieron calles y calles de la parte pobre de Capital. Si pudiera iría a las zonas más ricas, pero sabía que era demasiado peligroso. En aquellas zonas los vagabundos y los mendigos no estaban bien vistos, y los guardias de la ciudad estaban bien atentos para que no la visitaran.