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JOHN
Algo que detestaba de su trabajo eran los turnos nocturnos. Trabajar en McChicken Roast Food no sería tan desagradable si no fuera porque el trabajo consumía demasiadas horas para una miserable paga. Era cierto que no era su ambición volverse millonario trabajando como un cajero en un establecimiento gringo de comida rápida, pero apenas le alcanzaba para pagar la renta de su pobre apartamento. Él opinaba que hacía demasiado para el negrero de Néstor, y no le reconocían su trabajo. Él sabía que cualquier día de estos explotaría, y le metería un puñetazo en la cara a su supervisor, pero mientras eso pasaba, la necesidad lo orillaba a tragarse el orgullo y acatar órdenes si quería conservar el empleo.
-¡Johnatan!- gritó Néstor desde la caja registradora -Anda a limpiar las mesas. ¡Muévete, hijo!
Con una fingida sonrisa John se apresuró a atender al mandato de su supervisor. Las mesas estaban llenas de platos desechables y servilletas usadas, y él se apresuró a tirar toda la basura en el bote, y llevar este al contenedor del patio trasero. John salió a tirar la basura. La noche estaba misteriosamente más oscura de lo habitual. Con una mirada se dio cuenta que no había estrellas en el cielo. ¿Era eso extraño en una ciudad cubierta de smog como Ciudad Cristal? A él le daba igual. McChicken era un establecimiento que abría las 24 horas, y su turno era de las 13:00 a las 21:00 hrs. En cuestión de minutos sería libre, y no tendría que preocuparse por Néstor o por las mesas durante 16 horas más. Abrió el contenedor de basura para echar los costales, y el asco lo venció. Había muchas lombrices en la superficie, arrastrándose entre las cajas y pedazos de ensalada rancia y huesos de pollo. John contuvo sus deseos de vomitar y tiró la basura. Cerró en contenedor y miró la jardinera del local vecino. Era el colmo. Había lombrices entre las plantas. El callejón olía como si algo se hubiera muerto ahí, por lo que no se esperó ni un instante más para abrir la puerta rumbo a la cocina de McChicken. Cuando giró la perilla de la puerta, un ruido a lo lejos lo distrajo. Él volteó, y con la ayuda de los postes de luz que estaban del otro lado de la calle pudo ver la silueta de un hombre que había tropezado cerca del callejón de enfrente. “Debe tratarse de un borracho”, pensó sin darle importancia, y se metió, sin notar que la persona que había caído al suelo estaba abierta del cuello al ombligo, exhibiendo las vísceras.
Quince minutos y era libre. Néstor lo puso a acomodar algunas cajas para colocar el pollo en los estantes. John entró a la cocina. No estaba seguro, pero le había parecido escuchar un par de golpeteos en el refrigerador.
Trece minutos y era libre. Néstor lo mandó a comprar un limpiador a la tienda de enfrente. Cruzó la calle rápidamente. No había ni un auto hasta donde la vista alcanzaba. Era extraño. Normalmente a estas horas hay un embotellamiento en el centro, así que era común ver autos saliendo hacia esa parte de la ciudad a esas horas. Se acercó a la tienda, y cerca del contenedor de basura de esta le pareció escuchar una serie de chillidos muy fuertes. “genial”, pensó. “El vecino tiene ratas. Y por ese ruido deben ser del tamaño de bulldogs”. Dentro de la tienda, el enclenque y granoso vendedor estaba hablando con un punketo con el cabello estilo mohicano acerca de la nueva moda de los fanáticos de los piercings y los tatuajes. La moda ahora era afilarse los dientes, y el muchacho enseñaba su macabra dentadura con una sonrisa al atemorizado joven mientras le cobraba el limpiador a John. John miró con especial atención la hebilla en forma de calavera que llevaba aquel sujeto. Realmente se veía como un demonio con su cabello y dientes afilados, su vestimenta negra y sus cadenas, pero la hebilla era genial. Volvió a cruzar la calle.
Ocho minutos y era libre. Néstor lo puso a dar una buena trapeada antes de dejar el local. Mientras John trapeaba, Néstor degustaba una pierna de pollo sentado, cumpliendo con su trabajo al supervisar a John hasta la hora.
-¡Aprovechar hasta el último minuto!- Era su lema, y lo recitaba con la boca llena mientras John limpiaba. -Por cierto – añadió -el pollo sabe un poco rancio. O no cerraste bien el refrigerador, o el proveedor se está pasando de lanza.
John continuó limpiando, y vio un hueso tirado en una esquina bajo una de las mesas. Se agachó para levantarlo. Cinco minutos, y era libre.
En cuanto tocó el hueso, sintió una extraña vibración, como si este tratara de moverse. Néstor continuaba degustando las piernas de pollo, haciendo un gesto de desagrado por el sabor añejo de este. Cuatro minutos para las ocho. El sonido metálico en la cocina se hacía cada vez mayor. ¿Qué era eso?, se preguntaba John confundido. Afuera las lombrices saltaban del contenedor de basura, como si algo las hubiera espantado. Un agudo chillido sonaba en medio de una ola de arañazos, mientras el contenedor se agitaba violentamente. Algo trataba de salir de la basura, mientras un minúsculo goteo de sangre contaminaba el suelo del callejón.
Tres minutos para las nueve. Néstor terminó la pierna, y comenzó a sentirse mal del estómago. Sentía acidez, y deseos de vomitar. La comida le estaba cayendo realmente mal. Sacó otra pieza de la caja de pollo y tomó un ala. La miró por un momento con curiosidad. No se veía podrida, no se veía rancia en absoluto. Un movimiento repentino apartó su atención de la superficie dorada para dirigirse a la articulación del animal, y la soltó con espanto. La pieza de carne cayó al suelo, y Néstor la miró estupefacto. El alimento aleteaba débilmente, y Néstor, aterrado, corrió hacia la calle, tratando de provocarse el vómito.