El FrenesÍ Zombi

7. ZUREI

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ZUREI

 

La huida por separado de los miembros de la iglesia había destruido la poca fe que quedaba en el corazón de Zurei. El horrendo espectáculo de Ciudad Cristal parecía una película salida de la mente más enferma que uno se hubiera podido imaginar. A su alrededor se disparaban armas, salían órganos humanos volando en pedacitos, la gente atacaba con cuchillos, machetes y todo lo que les viniera en mente, sin lograr disminuir el numero de muertos vivientes, y cediendo ante la terrible fuerza de estos seres. Los cadáveres, aun los que estaban casi en los puros huesos, disponían de una asombrosa fuerza para arrancar fácilmente las extremidades a los hombres que intentaban forcejear contra ellos, así que era inútil enfrentarlos con la fuerza física. Ella intuyó que, esto apoyaba su teoría de que los zombis eran originados por demonios que habían tomado posesión de todos los cuerpos muertos que pudieron encontrar en el momento en que Dios se llevó a sus seguidores al cielo.

Ella se sentía tonta. Había desperdiciado la oportuni-dad de perderse de esta masacre, y de vivir una vida de paz y gozo que podría haber estado disfrutando con el Señor en aquel momento. Rechazar al Señor Jesús esa noche había sido la peor decisión de su vida. Sin embargo, ya no le quedaba fe alguna en que, aunque entregara su vida al Señor, la pesadilla se volviera más tolerable.

Zurei no sabía a donde ir. Por un lado, estaba muy preocupada por su madre, que seguramente estaría en casa viendo televisión. Si como había sugerido el pastor Adams, esta catástrofe estaba ocurriendo en todo el mundo, seguramente ella habría visto ya las noticias y se quedaría a salvo en casa, hasta que todo pasara. Por el otro lado estaba su papá, que a esas horas de la noche seguramente ya habría comenzado su turno como guardia de seguridad en el acuario de Ciudad Cristal. Fuera de eso, era una suerte no tener amigos ni otros familiares por quienes preocuparse. Ella creía lo que el pastor Adams había dicho sobre la amenaza de los zombis, pero se negaba a creer que un Dios benévolo pudiera ser causante de tal masacre. Definitivamente aquello tenía que ser obra del Diablo, y de nadie más.

¿Qué más daba eso? En las últimas horas ella había visto muertos saliendo de las alcantarillas, y uno que otro saliendo del jardín de algún vecino. Había visto perros descarnados y aplastados gruñendo y tratando de alcanzarla. Había visto las temibles ratas putrefactas con los ojos rojos y hocicos llenos de baba negra. Había visto un camión de entrega de carnes que se había volcado y vaciado su contenido: un grupo de marranos muertos que chillaban con tal fuerza que tan sólo oírlos paralizaba de miedo, mientras embestían ferozmente a los peatones en la calle, y arrancaban pedazos de carne con sus enormes hocicos. Había visto también, a varios conocidos de vista, convertidos en muertos vivientes gracias a la matanza de los accidentes que las desapariciones habían ocasionado. Tras salvar su vida de esas exhibiciones, lo único que quedaba por hacer era asegurarse de que mamá y papá estuvieran a salvo. Naturalmente, tras la reflexión que había tenido sobre su madre, la persona que se encontraba en más peligro debía ser su padre que estaba en el acuario.

Se sentía tonta por haber encargado su celular a Flora, pues ahora que cada quien había salido corriendo por su lado, no tenía forma de comunicarse con sus padres.

Se apresuró a correr, maldiciendo por la impotencia del transporte publico ante los numerosos accidentes en la calle. La gente aun corría tratando de escapar de los asquerosos seres, y ella sentía desesperación por llegar a los brazos de su padre y asegurarse de que se encontraba bien.

Sin embargo, aunque su deseo más profundo fuera correr sin detenerse hasta llegar a su padre, no podía evitar que las miradas de los muertos le produjeran escalofrío. Los ojos blancos, vacíos, sin vida, pero llenos de odio, hipnotizaban a quien se pusiera frente a ellos, y le resultaba difícil seguir corriendo sin que se le entumieran las piernas por el esfuerzo.

Además era desagradable ver a esos seres, oírlos, saber que estaban cerca. Las heridas y aberturas enormes que tenían en su cuerpo dejaban ver sus órganos. Los pulmones moviéndose, los intestinos expandiéndose, el cerebro palpitando… sin embargo, lo único que no se movía era el corazón de esos seres.

Y esto era con los que estaban menos despedazados. Si verlos era algo para sentir mareo, contemplar a algunos otros era para vomitar. Mientras corría, Zurei tropezó con algo y cayó al suelo. Se levantó con las rodillas raspadas y tambaleándose, cuando notó que algo se estaba enredando en su pierna. Había tropezado con lo que parecía ser una columna vertebral arrastrándose y algunos intestinos colgando, los cuales se estaban enredando el la pierna de la muchacha.

Ella gritó, y tomó una piedra que estaba en la banqueta, con la cual golpeó las vísceras reptantes hasta que logró soltarse.

Zurei continuó corriendo hasta llegar a la calle donde se encontraba el acuario. El auto de papá estaba afuera, pero las puertas del acuario estaban abiertas, y había mucha agua en la entrada. Todo el suelo enfrente y a los lados del edificio estaba mojado. Zurei miró. Había cadáveres caminando a ambos lados de la calle, y más vísceras moviéndose por su propia voluntad. Entró con temor, haciéndose a la idea de lo que iba a encontrar.

Se oían cientos de chapoteos en la oscuridad, mientras Zurei avanzaba con cautela, golpeando pedazos de vidrio que sonaban entre sus pasos. El “clic clic” del agua se hacía cada vez más fastidioso mientras ella se movía de un lugar a otro acariciando las paredes, buscando un interruptor de luz. Siguió caminando, hasta que sintió un filo cortando su mano y se soltó de la pared, sujetándose y tratando de contener la sangre.



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En el texto hay: drama, religion, zombis humanos y animales

Editado: 30.04.2020

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