La mayoría de las personas suelen ser como historias: comienzan con un cálido amanecer y una hermosa vista al lugar donde se desarrollan los hechos que, entrelazados unos con otros, forman aquel papiro que conocemos como “vida”. Esas palabras describían la vida de un joven que recién entraba a la adolescencia, un chico serio y disciplinado: Katashi Oka.
El sol iluminaba la habitación del joven para avisarle que hoy sería un nuevo día, uno donde, a pesar de que las cosas fueran más de lo mismo, Katashi agradecía amanecer en tan cálido y hermoso mundo. Al bajar las escaleras hacia el comedor, vio a su madre preparando el desayuno.
La hermosa mujer de nombre Akira, de pelo negro cual noche, ropas color cerezo y bella sonrisa también agradecía tener otro día de vida, otro día de labores en el taller de costura, otro día para ver a su hijo crecer y ser más alto que ella. Ignorando lo demás, ambos estaban desayunando y pensando en lo que este día les depararía, hasta que Akira rompió el silencio con una pregunta.
—¿Cómo van las clases de esgrima?
—B-bien —respondió Katashi, mas esa respuesta apenas tenían algo de verdad.
A la hora de partir a la escuela, Katashi tomó el autobús a unas cuantas cuadras de su casa, no sin antes despedirse de su madre. Durante el trayecto, apreció los paisajes que las ventanas ofrecían, mismos que le hacían recordar aquellas historias que solía leer, sobre aventuras y caballeros.
Era inevitable que Katashi generara en su mente las imágenes de lo que estaba leyendo, sobre las mazmorras a las que aquellos hombres se adentraban, sobre las bestias que enfrentaban, y las epopeyas que vivieron, todo en nombre de proteger a los suyos.
Sin embargo, su fantasía terminó cuando el autobús llegó a la escuela. Katashi llegó justo a tiempo a sus clases a tomar. Todas eran más de lo mismo, mas una la impartía un profesor muy especial para él, pues aquel hombre solía ayudar al joven en distintas situaciones.
Por otro lado, también estaban sus clases de esgrima, mas su maestro era alguien podrido en orgullo y deseos de humillar a sus alumnos, e incluso ese día les esperaba algo peor, una vara de bambú, esperando ser usada al primer fallo de los alumnos. La primera en pasar fue una joven de pelo corto y color vainilla, pero sus nervios fueron traicioneros al hacer que, en el último golpe, dejara caer su espada, incitando al hombre a golpearla y denigrarla.
Lleno de rabia, Katashi fue el siguiente en ejecutar la prueba, donde debía golpear los troncos que colgaban del techo, y también debía esquivar los cilindros que emergían de la plataforma. El chico pasó la prueba con éxito, mas un descuido casi lo llevó al tropiezo, motivando al profesor a preparar su ataque. Para su suerte, Katashi logró detener la vara con la espada, e incluso peleó contra su maestro, logrando rasgar su uniforme con ayuda de un ataque circular. En el fondo, sabía que sus lecturas sirvieron de algo.
El hombre cayó de la plataforma, gritando con tono afeminado al ver su tan preciado uniforme rasgado. Los alumnos corrieron a felicitar a Katashi, pero el maestro se levantó, liberando una iracunda respiración.
—¡Hasta aquí! —gritó el maestro—. No seguiré tolerando estas actitudes nefastas, el curso se acaba, montón de ineptos.
—Usted es el inepto, y usted se lo buscó —respondió la chica de pelo vainilla.
Esa respuesta incrementó el berrinche del maestro, llevándolo a salir corriendo y llorando, e incluso incomodando a una profesora, pues ella pensó que tales gestos eran una broma de mal gusto. No obstante, tras escuchar los testimonios de los alumnos, les dijo que el curso de esgrima debía cerrar sus puertas, pues los caprichos y malicias de ese profesor también debían terminar.
En cierto modo, Katashi se sentía mejor, tenía en mente que no era el fin del mundo, y que había muchas y mejores oportunidades que las dadas ahí. Su única preocupación era el hecho de que tendría que contarle a su madre la verdad, que ese dinero invertido en las clases pudo servir para algo mejor.
A la hora de la salida, Katashi se quedó a esperar la llegada del autobús rumbo a su casa, donde también se encontró con su profesor de historia, a quien todos, de forma cariñosa, llamaban Señor J. Era un hombre de piel color jaspe y largo cabello de tono chocolate, de ropa conservadora y unas gafas marrones y redondas con transparente, pero brillante cristal, mismo que ocultaba sus ojos.
Su constante silencio y falta de expresión remarcaban esa sensación de misterio y curiosidad, pero también emitían calidez y seguridad, sentimientos que solo unas cuantas personas podían percibir. Katashi no era la excepción a ello, por eso platicaba con él como si de amigos se tratara.
—¿Qué tal estuvo tu día?
—Caótico —respondió Katashi, intentando no ser específico.
—Sé de todo lo que sucedió, pero no tienes por qué preocuparte —dijo el señor J tras ver la asustadiza expresión de Katashi.
—Lo siento mucho.
—Por favor, recuerda lo que alguna vez te conté —respondió el hombre, mostrando la sabiduría que lo caracterizaba—. Quita de tu corazón el enojo, y aparta de tu carne el mal. Esas personas recibieron castigo justo, sí, pero su negativa influencia no debe tener espacio en tu vida, mucho menos en tus tiernos años de juventud.
Katashi procesaba esas palabras, recordando los dichos anteriores que el maestro le contaba, desde sencillas frases sobre el amor y la humildad, hasta sutiles parábolas sobre la paciencia y perseverancia. El joven sabía que no era suficiente lo que le daría por semejante ayuda, pero decidió ofrecerle su gratitud, pues sabía que él jamás esperaba nada a cambio por su apoyo.
Llegado el autobús, ambos personajes subieron y tomaron el mismo asiento, donde su plática continuó.
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Editado: 16.11.2024