Mamá
El cielo crepitaba. Se lamentaba como un árbol acorralado por un infierno voraz al cual habían despojado de sus hojas con crueldad y que trataba de recomponerse tras el vil asalto, sanando sus heridas, devolviéndoles a sus ramas la vida para, de nuevo, florecer. Las estrellas lloraban, y de sus lágrimas nacían estelas afligidas que desaparecían tras un horizonte que se antojaba finito. El universo había empequeñecido ante tal acontecimiento. Parecía más vulnerable, menos incierto, amenazado por esas grietas que rasgaban su equilibrio, su entereza. No había luna en la que ampararse ni nubes que empañaran la funesta visión. El cielo gimoteaba, y no existía lugar en el mundo que no escuchara sus quejidos.
Los aullidos de los perros del vecindario se habían convertido en una improvisada banda sonora, espeluznante y agónica, que acompañaban a una noche eterna. Pronto, el mundo comprendió que no se trataba de un hecho aislado. Todos los rincones del planeta estaban presenciando un acontecimiento insólito: el sol se había apagado en los países donde reinaba el día para que nadie pudiera perderse el espectáculo de un cosmos en llamas.
Lo que al principio los científicos habían explicado como una «cadena de seísmos fortuitos» debido al impacto de varios meteoritos, terminó engrosando la lista de fenómenos desconocidos. Ninguna piedra ardiente había colisionado contra la Tierra. Para mayor desconcierto, algunos volcanes habían entrado en erupción, y en los países cercanos al ártico se había desatado un invierno feroz que helaba las almas de los más atrevidos, de aquellos ansiosos por contemplar el manto de la noche teñido de un naranja inquietante.
Valeria había apagado la televisión, consternada ante las imágenes dantescas que ofrecían las diferentes cadenas de noticias. La influencia de los jinetes ya comenzaba a sentirse hasta en los puntos más recónditos. Contuvo una mueca de espanto. La Tierra desconocía su auténtico poder y los seres humanos no estaban preparados para afrontar tormentas de granizo que congelaban al instante el área afectada, a rayos fulminantes capaces de carbonizar ciudades ni a los devastadores tornados del desierto del sur. Todo esto superaba sus nervios de acero. Acababa de perder a su hermana, y ahora debía descubrir por qué su planeta estaba padeciendo los efectos de una decisión errónea.
Todavía atónita, observaba a su padre tras su reciente revelación. Este caminaba de un lado a otro del salón, con las manos resguardadas en los bolsillos de su bata de levantarse. Luis siempre había sido una persona previsible, amante del orden y del trabajo. No era en absoluto lo que su hija podría calificar como un hombre enérgico o de acción. Era más bien reflexivo, dialogante y, a veces, demasiado parsimonioso. Sin embargo, estaba allí, divagando sobre por qué los jinetes habían conseguido abrir sendas brechas en el cielo y sobre las consecuencias nefastas que eso podría acarrear.
Boquiabierta, seguía sus cavilaciones, sin atreverse a interrumpirlo en su discurso delirante y paranoico, mientras de vez en cuando alguna sacudida leve lo hacía callarse y mirar receloso al techo, temiendo que este pudiera desplomarse sobre él. Era en esos interminables segundos de incertidumbre cuando ella intercambiaba miradas cómplices con el resto del grupo, esperando a que alguno rompiese el silencio con alguna genialidad. Pero todos estaban tan sorprendidos como ella, sin llegar a comprender del todo la implicación de su padre en los asuntos de Silbriar.
Daniel, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, escudriñaba hasta el gesto más imperceptible que pudiera desprenderse de Luis, como si así lograra adelantarse a sus pensamientos. Érika, sentada en el sofá, lo miraba divertida, maravillada ante el hecho de que su padre conociese la existencia de Sibriar. Jonay, con aire más desenfadado, estaba repantigado junto a la niña, como si la noticia no lo hubiese cogido desprevenido. Y, por último, Nico, quien, sin perderlo de vista y prestando mucha atención a sus palabras, retiraba a cada minuto las cortinas para observar las extrañas grietas lumínicas que se habían adueñado de la noche.
Finalmente, Luis clavó los pies en el pavimento y le lanzó una mirada reprobatoria a Valeria.
—¡Has dejado a tu hermana atrás! ¡¿Cómo has podido hacerlo?!
—No ha sido culpa suya —se adelantó a responder Daniel—. Lidia tomó la decisión de no querer volver con nosotros.
—Pero ¿por qué cometió semejante estupidez? Se acerca una gran guerra, debería estar con los suyos.
—Quiso quedarse con el chico oscuro —le aclaró Érika, encogiéndose de hombros.
Luis arqueó las cejas, confuso, y antes de que pudiera reaccionar formulando otra pregunta, Valeria lo aplacó. Había llegado el momento de pedirle explicaciones.
—Papá, ¿quién eres? ¿Un guardián? ¿Un hugui? ¿Por qué no nos habías contado nada de esto?
—¿Eres el guardián de la capa? —Érika abrió los ojos de par en par.
—No, cariño, no. —Lanzó un suspiro, resignado—. ¡Ojalá lo fuera!
—¿Entonces? —insistió Valeria—. ¿Conocías nuestros viajes desde el principio? ¿Sabías que éramos las descendientes de otro mundo? ¿Por qué no nos advertiste cuando esto comenzó? ¿Por qué no dijiste nada cuando entramos en esa tienda?
—¡Porque se lo prometí a vuestra madre! Ella quería alejaros de ese mundo. Descubrió algo horrible, una conspiración que podría poneros a todas en peligro. Así que, en cuanto nació Érika, decidió cortar sus lazos con Silbriar.
—¡No lo entiendo! Nuestro maestro nos contó que mamá no te había dicho nada y que, cuando te conoció, fue cuando dejó de ir a Silbriar.
—Valeria, ella también estaba intentando protegerme. Está terminantemente prohibido que humanos sencillos conozcan la existencia de otros mundos, y por esa razón siempre sostuvo ante el Consejo que yo ignoraba todos sus asuntos. Sobre todo, cuando constató que una sección más dura y oscura estaba organizando incursiones ilegales en la Tierra.