El guardián de la capa olvidada

4

Se busca

Antes de volver a abrir los ojos, percibió el inconfundible perfume de las flores silvestres junto con esa pizca de lavanda que inundaba cada rincón de Silbriar. Érika miró al frente y recordó la empinada colina que finalizaba con un estrecho sendero; el que los llevaría por primera vez a la capital, desconociendo que se encontraban en tierra mágica. Ascendió ligera hasta llegar a la cima desoyendo las súplicas de su hermana, que la instaba a no correr. Pero ella no podía detenerse. Alegres, los pájaros cantaban mientras jugaban a esconderse entre las ramas de los árboles. Las mariposas multicolores revoloteaban ligeras realizando piruetas en el aire mientras la hierba bajo sus pies le hacía cosquillas en los tobillos. Una ardilla pelirroja se acercó a ella y le hizo un guiño. Ella rio divertida y siguió el camino que el curioso animal le indicaba. ¡Era imposible ignorar la vivacidad del paisaje! Así era Silbriar, tan asombroso y cautivador, como a la vez misterioso y traicionero.

La chispa que brotaba de sus ojos verdes se apagó de repente al constatar que, más allá, en los confines que circundaban el castillo de Silona, se abría un campo repleto de soldados.

—No son los esbirros de Lorius. Deben pertenecer al Consejo. —Resignado, Daniel soltó una profunda exhalación—. Dejaremos el sendero. Caminaremos entre los árboles y, si es necesario, nos ocultaremos bajo la capa de Érika. Pero tenemos que llegar al Refugio y hablar con Bibolum.

—La ciudad tiene que estar plagada de esos miserables, y no sabemos si son aliados o no —se atrevió a decir Nico.

—No pueden ser amigos —intervino Valeria—. Los guardianes se han sublevado y siguen las órdenes del nuevo Consejo. No podemos fiarnos de nadie más que de nosotros mismos.

—¿Y si le ha pasado algo malo al señor Bibolum? —Alarmada, la pequeña abrió los ojos de par en par, esperando una respuesta que tardó demasiado en llegar.

—El gran mago es muy listo y sabe cuidarse solo. —Valeria acarició los largos cabellos de la niña, tratando de consolarla—. Estoy segura de que se encontrará bien.

Se había alzado un repentino viento tan turbio y denso que llegaba a empañar la luminosidad de la capital. Las siniestras ráfagas recorrían la ciudad envolviéndola en una atmósfera inestable, opresora, casi irrespirable. Los ciudadanos caminaban inseguros, cabizbajos y evitando mirar a los ojos del vecino, como si tuvieran miedo de ser señalados. Los muchachos imitaron su comportamiento para evitar levantar sospechas y se encaminaron a la plaza para confundirse entre la muchedumbre. Valeria se aventuró a examinar las inmediaciones del emplazamiento. Las aguas coloridas que emanaban de las fuentes habían desaparecido. Ya no existían. Los lugareños hacían cola en ellas para apenas llenar una garrafa. Los soldados se encargaban de su racionamiento, al igual que repartían el pan y algunas verduras mientras los vendedores exponían sus escasos productos bajo el estricto control de la guardia.

Entonces, varios carteles remachados con clavos torcidos en algunos de los edificios llamaron su atención. Se acercó a ellos con cautela, sin perder de vista al grupo de soldados variopintos, quienes custodiaban celosos la zona. Distinguió a enanos, a algún que otro elfo y a otros hombres corpulentos de los que le fue imposible dilucidar a qué especie pertenecían. Pero no había magos entre ellos, de eso estaba segura. Había aprendido a distinguir al gremio en sus anteriores incursiones. Su aureola de indiferencia no era más que una falsa postura para pasar desapercibidos cuando querían. Eran grandes observadores, de mirada penetrante y poco dados a demostrar sus sentimientos.

Suspiró para sus adentros y continuó su avance sigiloso hasta alcanzar uno de los avisos que adornaban la plaza. «Se busca», logró leer. El corazón le dio un vuelco al descubrir una imagen poco agradable de su amigo el elfo. Estaba escrito en varios idiomas, incluyendo el élfico, además de la palabra «Traidor» y una cifra que ella consideró que debía ser elevada como recompensa. A continuación, avizoró otro de esos papeles con el rostro de Roderick a escasos metros de allí. Lo habían retratado con aspecto fiero, mostrando su desigual dentadura y acentuando sus arrugas, haciéndolo parecer un monstruo.

—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? —se permitió decir, reprimiendo el espanto que le producían esos anuncios.

—Puede que sea algo bueno —musitó Daniel, llegando hasta ella—. Si los buscan, es que no están muertos.

—O que nunca llegaron a salir del maldito desierto y los malos no lo saben. —Nico osó expresar en voz alta lo que todos habían llegado a pensar.

—¿Y por qué no hay una foto del señor Moné? Tendrían que buscarlo también.

La pequeña los obligó a escudriñar los distintos anuncios que tremolaban al son del incierto viento. Érika tenía razón. No había ninguno que ofreciese una recompensa por la cabeza del mago. Y eso era una señal más preocupante todavía: o bien lo habían apresado, o bien ya no se encontraba con vida.

Alarmada, Valeria retrocedió. También ignoraba qué le había ocurrido a la pequeña Nora, una guardiana que tan solo era una niña, que pensaba que jugar a los magos era divertido pero, sobre todo, su deber. Ella no había sido entrenada para una contienda de tal magnitud, y aun así se había comportado como una valiente guerrera permaneciendo junto al elfo y al leñador. ¡Tenían que averiguar cuál había sido el destino de sus amigos! Debían obtener respuestas, y sabía que solo Bibolum Truafel podría dárselas.

De pronto, observó que un niño con pies de pato y orejas de conejo sustraía una manzana de una de las cajas y echaba a correr. Los soldados no tardaron en reaccionar y cuatro fueron tras él, blandiendo sus espadas y apartando al gentío con empujones. Advirtió que Érika la sujetaba de la mano. Su hermana debía estar más que asustada, pero ella mantuvo sus ojos miel fijos en el pobre niño, quien trataba de escapar de sus perseguidores. Uno de los soldados se abalanzó sobre él y consiguió agarrarlo por una de sus orejas mientras el niño chillaba desesperado. Entonces, soltó la manzana, la cual rodó por el suelo bajo la atenta mirada de los aldeanos. Pero ninguno se atrevió a recogerla. Permanecían aterrorizados, apartando la vista de los guardias y deseando que el desafortunado episodio acabase de un momento a otro.




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