El guardián de la capa olvidada

5

Traidor

Aguardaron a que un abrumador ocaso las arropara bajo su estremecedor manto. Las brechas eran las dueñas del cielo cuando el sol se debilitaba y se ocultaba tras las montañas. Sobrecogidos, los lugareños contemplaban su despedida temiendo que el astro moribundo no reanudara su labor al día siguiente. El firmamento se teñía poco a poco de colores poco habituales, constatando el poderío indiscutible de los jinetes. Sin embargo, las estelas naranjas que dominaban la Tierra no estaban presentes en la noche silbriariana. Las estrellas parecían difuminarse hasta perder su solidez, bañadas por un morado fantasmagórico que las hacía inanes al desvanecerse la calidez de su existencia. Las dos lunas se fundían en un abrazo ecléctico mientras asistían impávidas a cómo a su alrededor se formaban cúmulos verdosos ansiosos por devorarlas.

Érika sujetó con brío la mano de su hermana y caminó cabizbaja, evitando así explorar los inciertos cataclismos que estallaban sobre sus cabezas. Habían acordado atravesar los muros del Refugio cuando se produjese el cambio de guardia, y quedaban pocos minutos para ello. Invisibles, recorrieron los últimos metros que las separaba del portón más cercano, el del este. Esperaron impacientes a que sus puertas se abrieran y, con celeridad, se internaron en el patio. Contempló disgustada cómo decenas de soldados maltrataban el césped sin ningún remordimiento. Organizaban peleas entre ellos y entrenaban sin escrúpulos, dejando las huellas de sus salvajes botas sobre la hierba y las flores que tanto había cuidado Libélula. De reojo, observó a Valeria, quien, boquiabierta, debía pensar que habían emplazado a los más idiotas a cubrir los muros. Sí, ella también opinaba igual. No había mucha diferencia entre los lopiards descerebrados y esa gente.

Ya en el interior, comprobó que todo parecía más organizado. Atisbó a varios grupos de magos charlando en el fondo, y al asomar la cabeza en el salón, descubrió que este se había convertido en el centro de mando. Había un enorme mapa del continente ocupando la mayor parte de la pared, y algunos se afanaban en marcar con círculos verdes, rojos y negros las distintas regiones de Silbriar. Palpaba el nerviosismo que su hermana le transmitía. Pero ella no estaba asustada. Ya había caminado entre orcos y arpías, por lo que unos cuantos magos soberbios y repeinados no la amedrentaban. Achicó la vista, esperando encontrar una pista que la llevase directamente hasta la habitación del gran mago, pero allí no había nada de interés. Entonces, un viejo mago llamó su atención. Aunque parecía haber gozado de un cabello fuerte y sano, la calvicie había hecho su fatal aparición en su coronilla. Aun así, mantenía alrededor de esta una pelambrera canosa y vigorosa.

—Deberías mantener a tus hombres a raya —le escuchó decir—. ¡No pueden parecer una panda de inútiles en un campamento de verano! ¡Estamos en guerra!

—Sí, mi señor. Es que se aburren y buscan un poco de diversión, eso es todo.

El mago le lanzó una mirada reprobatoria que lo dejó petrificado. Érika escrutó entonces en sus ojos marrones, los cuales, a pesar de aparentar integridad y poseer un sentido respeto por la tradición, albergaban una profunda codicia, una indescriptible crueldad. Pero ella no receló de estas particularidades. Muchos de su especie eran ambiciosos por naturaleza, el poder les nublaba a veces la razón. A Érika, ese hombre autoritario, más que nada, le resultaba familiar.

De pronto, su hermana tiró de ella, desestabilizando por un momento su invisibilidad. La reprobó apretando los labios y negando con la cabeza, pero ella se limitó a señalarle uno de los corredores. Las reglas eran claras: no soltarse, mantener el silencio y no tomar iniciativas sin el consentimiento del otro. Valeria le pidió excusas mostrando arrepentimiento en su rostro, y Érika alzó el pulgar para manifestarle su conformidad y se encaminó hacia el pasillo.

En las veces que había correteado por el Refugio, jamás había visto el estrecho corredor que ahora pisaban. Las piedras que conformaban sus gruesas paredes eran rugosas, y podía respirarse una humedad espeluznante, gélida. Sonrió al distinguir la figura de Libélula Morrigan detenerse en el rellano, al amparo de un candil que abultaba de forma grotesca la proyección de su sombra en el muro. Después de examinar los alrededores y asegurarse de que nadie la seguía, desapareció tras descender unos cuantos escalones. Las chicas apresuraron el paso para evitar perderla de vista, y al llegar al final de los cuatro peldaños, descubrieron una estancia pequeña cuya única luz procedía de una ventanilla reforzada con barrotes, situada en lo más alto de la pared. Libélula hablaba casi en susurros con un aburrido soldado apostado en una silla, quien custodiaba con una evidente desgana un portón de gruesa madera atrancado con varias cerraduras. El joven, tras recibir en sus manos un saquito de terciopelo verde, le entregó las llaves a la rolliza mujer. Con impaciencia, esta abrió los cierres y se adentró en la misteriosa habitación. Érika le hizo una señal a su hermana y ambas se deslizaron con presteza por la ajustada abertura antes de que la puerta volviera a cerrarse.

La pequeña contuvo una mueca de sorpresa al encontrarse en una estancia mucho mayor que la anterior, ampliamente iluminada por la presencia de varios candiles y con varios muebles que la decoraban; entre ellos, una inmensa alfombra roja, una repisa con algunos libros, un escritorio viejo y una cama adecentada con varios cojines. Sobre esta reposaba un hombre de grandes dimensiones al que pronto reconocieron. Bibolum Truafel se incorporó, no sin acusar cierta fatiga, y se sentó en el borde del camastro al ver a su amiga Libélula entrar con claras evidencias de nerviosismo.

—Creo que las sales curativas que estoy preparando para la madre de ese soldado melindroso pronto dejarán de surtir efecto —se quejó ella mientras se llevaba la mano al pecho.




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