El guardián del chamán
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He escrito novelas biográficas con anterioridad. La primera del sr. Alberto Romano, fundador de los restaurantes Sushi Itto y, actualmente, estoy en el arduo trabajo de recolectar las increíbles memorias y conocimiento del Dr. Mario Ambrosio, un chamán mexicano con una historia por demás fascinante.
Pero, en lo que recopilo toda la información necesaria para la novela del doctor, quiero contarles a ustedes esta historia que me ha estado llamando desde hace unos días.
Algunas de las cosas que contaré aquí les parecerán inverosímiles, pero ¿qué se puede esperar de alguien que se alió con un chamán?
Los nombres de Sergio, Iveth y Mario son los únicos que pueden tener la seguridad de que son los reales, además del de Edith quien es mi cómplice en esta locura literaria, los demás han sido cambiados para no causar molestias a nadie.
El trabajador
Conocí a Sergio en plena pandemia. Había ido a visitar al doctor Mario a su rancho, entre las montañas que rodean el pueblo de Villa del Carbón. Era un muchacho sencillo, con valores y costumbres propias de esas zonas rurales del Estado de México, delgado, algo bajo de estatura, tez apiñonada, ojos negros y una cabellera abundante color azabache.
Lo primero que me sorprendió de él fue su fuerza. Otros trabajadores del doctor Mario, corpulentos y rollizos, tenían que ir de dos en dos cargando los trozos del tronco de un árbol muerto que Mario les ordenó derrumbar, y Sergio, con su pequeño tamaño y delgado cuerpo, simplemente se agachaba, hacía rodar el trozo de tronco hacia su espalda y sin ayuda siquiera de un mecapal, lo levantaba para llevarlo al jardín a un lado de la casa para convertirlo en leña.
Ese primer día no habló conmigo más que lo estrictamente necesario. Se le notaba tímido y reservado, sólo lo escuchaba hablar con el doctor sobre las labores del rancho.
―Ya terminé con la leña, doctor. ¿Quiere que consiga más leña?
―No, hijo. Con esa es suficiente. Mejor ayúdame a ordenar la medicina que traigo en la camioneta.
Eso fue lo segundo que me sorprendió. Mario siempre dejaba la tarea de manipular los frascos de medicina homeopática a su personal de más confianza, gente que llevaba más tiempo con él y a quienes ocupaba más en el consultorio que en el campo. Es más, le dio la llave de la “farmacia”, la habitación donde Mario mantiene todo el medicamento herbolario y homeopático, un lugar que guarda con recelo debido a la gran cantidad de robos de los que ha sufrido por parte de algunos de sus empleados o visitantes.
Otra cosa muy notoria de Sergio era que, evidentemente, era quien más cuidaba de Mario. En el rancho del doctor es muy común que los pacientes y visitantes llevemos comida para preparar y compartir con todos, así que ese día yo llevé lo necesario para hacer un pollo en adobo. Estaba en la chimenea, cocinando y Sergio sólo llegaba de vez en vez a supervisar la lumbre. No decía nada, simplemente cuando veía que la llama bajaba, agregaba uno o dos leños más. Una vez que el guisado quedó preparado, él le echó un ojo a la olla.
―¿Ya está lista la comida? ―me preguntó.
―Sí, ya está. ¿Gustas que te sirva un plato?
―Sí, por favor, y uno para el doctor. ―Lo dijo de forma amable, pero a su vez un tanto imperativa, no era opcional, él se encargaría de que el doctor comiera. Fue algo que me hizo sonreír. El doctor Mario está tan entretenido siempre con sus pacientes que a veces no se da pausa ni para comer y Sergio, antes que nada, tomó el plato y llevó directo al consultorio de Mario.
En esa ocasión me quedé 3 días, y en ese lapso lo vi cortando madera, cavando en el jardín, arando la tierra, reparando el pequeño puente que cruzaba el río, acomodando medicina, alimentando a la vaca, ¡en fin! El muchacho no paraba ni un momento, y apenas terminaba una cosa, en seguida iba a preguntar al doctor en dónde más necesitaba ayuda.
De algún modo, yo sabía que ese chico sería alguien muy especial en la vida del gran sanador.