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Egipto era una tierra demasiado rica en historia, una tierra que ocultaba cosas en el inmenso desierto del Sahara. Por supuesto, Adrastus se refería al antiguo Egipto.
En un tiempo en el que no había nacido todavía como un ser eterno, mucho menos como un mortal, había dioses que caminaban entre los humanos, o eso se decía. Adrastus sabía que mucho de aquello no era verdad, pero tampoco creía que eran fantasías del imaginario colectivo de la humanidad. Él mismo formaba parte del grupo de leyendas que provenían de verdades, transformadas por el imaginativo ser humano que cambiaba las cosas conforme las eras pasaban.
Cierto era, él no les temía a los crucifijos, tampoco odiaba el ajo, aunque su olor le resultaba francamente detestable; en efecto, no le gustaba entrar a los hogares de la gente que conocía sin ser invitado, no era un grosero salvaje como otros vampiros de su edad que habían nacido en áreas donde la palabra “civilización” apenas si podía describir el conjunto de gente amontonada en tribus. No, no, Adrastus era un hijo de la antigua Grecia, un filósofo que había escuchado presencialmente a Platón y viajado a Esparta y Atenas en busca del conocimiento.
Por supuesto, su suerte y curiosidad lo llevaron más lejos, mucho más lejos de lo que pudo pensar, a las fauces del ser que lo convirtió en lo que era ahora.
Y volvió a pisar la tierra árida de Egipto, con la llave que abriría esa montaña de piedra oculta entre la arena del Sahara y la magia antigua de los primeros brujos; la tumba del nephilim sabio.
Adrastus recordó, cuando había renacido en lo que ahora se llamaba vulgarmente como “vampiro”, que había escuchado ese nombre. Su creador, ese inmortal famélico que ya había vivido más de quinientos años, estaba cansado y ni siquiera recordaba cuánto tiempo había estado encerrado; esos egipcios locos que los adoraban como una representación humana de Anubis, manteniéndolo en las necrópolis, que lo mantenían encerrado hasta que escapó, lo estaban buscando. En aquella época, ninguno de los dos sabía realmente cuál era su fuerza. Enterrados en la arena, el vampiro famélico de nombre Nassor y él huyeron hacia el mar desde Tebas, con los humanos locos tras de ellos.
En su reciente transformación, Adrastus apenas tenía más fuerza que el vampiro de piel pegada a los huesos que parecía una momia llamada Nassor. También le temía, le temía y lo odiaba. Lo habían convertido en un ser nocturno que ni siquiera había elegido serlo.
Fue en su escape cuando Nassor le habló del viejo nephilim, el que lo entregó a los egipcios. Había muerto cuando la dinastía con la sangre del viejo ser se alzó en el desierto y fundó Memphis junto con su progenie. Nassor no recordaba mucho de esa época, él había sido sólo un sacrificio para los rituales de los nephilims.
Él estaba seguro de que la cura de la maldición que tenían sobre sus cabezas estaba en la tumba de ese ser antiguo, protegida por rituales poderosos. Él se jactaba de haber robado la llave de ese lugar, delirando sobre lo que haría al poder volver al sol del día nuevamente luego de tantos siglos.
Pero no había manera de abrir aquel sitio en medio de la nada, la llave no servía.
Hastiado por los siglos de vida en la oscuridad y la esclavitud, todavía famélico, se negaba a continuar con su existencia.
“Nunca salgas a la luz del sol”
Le dijo eso la noche que lo convirtió en uno de ellos.
Y a la mañana siguiente luego de descubrir que la maldición no podía quitarse, que la llave que había robado era una mentira, Nassor vio por primera y última vez la salida del sol.
Adrastus no fue testigo, pero encontró una pila de cenizas y una túnica vieja y medio quemada aquella noche luego de salir de debajo de la arena. Lo único que había quedado casi intacto salvo por las marcas del fuego y la ceniza de Nassor pegada, era el cubo que Dean había estudiado por tres años.
La noche del desierto, fría y solitaria, fue única testigo del ser que empezó a cavar hacia abajo, siempre hacia abajo, entre las dunas, en un punto indeterminado a mitad del desierto. No había ciudades, ni agua a más de cincuenta kilómetros. Era sólo el gran desierto y él.
Abajo, más abajo. Se había atiborrado de sangre caliente de muchas personas un par de noches antes, rebosante de vida, se enterró en aquel lugar por meses. No necesitaba dormir, comer o respirar, simplemente avanzó, tal y como Nassor avanzó entre la arena hacía más de dos mil años.
Por supuesto, Adrastus no creía que en ese lugar estuviera la cura a su maldición como Nassor, él ya había aceptado durante mucho, mucho tiempo, su actual condición. Ver los amaneceres, en éste nuevo mundo, era posible a través de las pantallas, del cine, del arte tan realista e irreal que cada vez que observaba algo así su corazón frío e inerte parecía cobrar vida.
No, en realidad, Adrastus sólo quería descubrir la historia de lo que era, desentrañar hasta dónde los límites de los mitos y la realidad chocaban.
Esa era su sangre griega hablando por él, su anhelo por el conocimiento que acumuló a lo largo de los siglos. Había aprendido las ciencias humanas conforme el tiempo avanzaba y los descubrimientos con él; observó su sangre seca y espesa en el microscopio, se diseccionó a sí mismo con la sed de conocimiento, anhelando saber qué es lo que era.
Esa pregunta primordial que dio inicio a las civilizaciones... ¿qué soy? ¿qué somos?
No podía continuar viviendo como un animal, teorizando sobre el por qué y el cómo se había concebido un ser tan maldito, atado a la tierra eternamente, como él y los suyos.
Tampoco podía esperar a que la locura que había visto se apoderaba de los antiguos como él llegara, siendo incapaces de adecuarse a los tiempos cambiantes. Él había visto a más de uno como Nassor, sin comprender las eras cambiantes y el desarrollo humano.
Pasaron dos mil años hasta encontrar a un brujo que no lo consideró su enemigo natural, que no se suicidó o se negó a trabajar para él. Dos mil años de una búsqueda que lo llevó hacia allí.