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Caminó por el pasto seco del jardín de su antigua casa; su abuela no iba a reconstruirla, lo sabía, pero habían querido ir a ver el terreno para ver si había cosas recuperables.
Eleonore no quiso entrar, se quedó parada en la fachada mucho rato, como si le tuviera miedo a la construcción ennegrecida por el fuego. Quizá, muy en el fondo de ella, de verdad le temía a esa casa, o a lo que significaba para sí.
Con un suspiro, abrió la reja que daba al patio trasero. No quería entrar a la casa así su abuela le dijo que buscara cosas que todavía estuvieran “buenas” para su uso, o un recuerdo de su familia.
Incluso si había pasado poco más de un mes, ella no quería saber nada de eso.
Era comprensible, ella había vivido muchas cosas ahí, la mayoría malas. Realmente, Eleonore no recordaba una sola cosa buena que hubiese vivido en aquella casa.
Escuchó la voz de su abuela gritándole que tuviera cuidado cuando cruzó la vaya, la anciana, de piel canela y cabello gris, parecía estar preocupada genuinamente de ella.
Alfonsine, así se llamaba su abuela, creía que Eleonore podría mejorar si encontraba cosas que a ella le recordaran los buenos tiempos; la intención de la anciana regordeta y encorvada era la mejor, sin embargo, en su ignorancia y negación con respecto a lo que le habían hecho a su nieta, probablemente la estaba lastimando más.
Lejos de su repulsión a la estructura quemada, la cual, por un milagro, seguía de pie, Eleonore entró al jardín trasero en busca de algo.
No sabía cuánto vivían los conejos en libertad, ni siquiera sabía si seguía allí. El señor Usagi era lo único que necesitaba de esa casa.
Ya habían traspasado ilegalmente la propiedad que se supone estaba acordonada para que nadie ingresara, con riesgo a un accidente, ¿qué más daba si ella se ponía a llamar como una loca al señor Usagi? No es como si tuvieran vecinos en la parte trasera, más allá de la vaya del jardín sólo había más árboles y vegetación, un campo libre para la vida silvestre.
—¡Eli, no te vayas más allá! —La voz enérgica de su abuela se escuchó a su espalda. Un ruido en los arbustos cercanos al árbol llamó su atención después de eso.
Allí estaba, con sus ojos rojos y su piel negra, tan negra como la noche.
—¡Señor Usagi! —Eleonore estaba feliz; en efecto, ella no había pasado mucho tiempo con ese animal silencioso, pero se había apegado a él. Él fue el único que la acompañó en silencio durante su desgracia, fue el único que la abrazó en esa casa cuando lo malo había pasado y le dolía no sólo el cuerpo, también el alma.
Ambos temblando en la noche a la luz de la luna que a veces entraba por su única ventana, escuchando los ruidos de la noche, atentos, en silencio, rezando porque nada cruzara la puerta de la habitación.
Eli, desde que recordaba, no podía dormir bien en las noches, temerosa de que algo sucediera, sensible a los ruidos, con un sueño ligero que apenas se podía llamar como tal. Y el único que la acompañó, aunque ese tiempo abarcó menos de una semana, fue el señor Usagi.
Lo abrazó como si se encontrara con lo más preciado del mundo, y el conejo silencioso se dejó tomar. No sabía cómo había permanecido allí, pero creyó que la estaba esperando. Él era su amigo, su alma gemela, su familia.
Familia, esa palabra que ella no entendía cómo funcionaba del todo, pero que sabía unía a dos seres, y esa unión la sentía con ese pequeño conejo negro.
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Tristeza.
Esa palabra describía perfectamente su alma desde el nacimiento. Eli pensaba que las desgracias a su alrededor ella las había invocado, como una especie de maldición.
Tenía un amigo, una única persona, que a pesar de que a veces actuaba raro y le decía cosas que no deseaba decir, siempre se disculpaba y la trataba como una persona normal. El único chico que le hablaba bien, que no le decía loca.
Joan le había dicho a Eli, un día después de su regreso, que sus padres iban a cambiarse de ciudad a final del año escolar. La graduación de la clase superior sería el último día que ellos podrían verse.
Joan, como un buen chico, se había compadecido otra vez de Eleonore; a pesar de que se sentía acosado por ella, él creyó que la muerte de sus padres la harían menos intensa y quizá, sólo quizá, ella entendería que sólo eran amigos. Tampoco podía lastimarla, él no quería una carga en su conciencia como esa, pensar que él haría algo para que una niña llorara lo haría sentir mal consigo mismo. Sí, Joan se sentía buena persona porque le habían enseñado a ser una buena persona a pesar de que una parte de sí mismo no quería hacer eso. Resignado, apenas y cruzaba palabras en la escuela con Eli, y sólo la llamó por teléfono a petición de la escuela, como representante de la clase, porque sabían que él y ella eran amigos.
—Sólo amigos. — aclaró el tajantemente, por supuesto.
Por esa razón él se había enterado de la muerte de los padres de Eleonore, no por su propia curiosidad, y también, cuando escuchó a su madre decir “pobre chica”, él se sintió obligado a tratarla un poco más amablemente.
Para entender a Joan, habría que saber que él amaba profundamente a sus padres; siempre había sido un hijo bueno y amado, teniendo no sólo el amor de sus padres, también el de sus hermanos mayor y menor. En su familia todos eran unidos y buenos cristianos, gente sencilla y amorosa que había tenido suerte de no preocuparse por dinero, peleas entre otras ramas familiares, escándalos o divorcios, al menos no en el círculo cercano a Joan.
La única preocupación de Joan en toda su existencia era ser un buen hijo, estar a la altura de sus padres.
Ser un buen cristiano, ser un buen estudiante, ser una persona respetable.
En resumen, la meta de Joan era ser una buena persona.
Por eso creía que el hecho de que él era la obsesión de Eleonore se debía a que era una prueba de dios. Un obstáculo que le habían puesto para probar su convicción de ser alguien bueno y noble.