El Hijo del Ceo

042

Otro: debe esperar fue lo que recibió Alejandro después de ir a preguntar unas tres veces más. El ambiente en la sala de espera del hospital era opresivo. Las paredes, de un blanco impersonal, parecían cerrarse sobre los pocos ocupantes que estaban ahí, atrapados en el mismo limbo de incertidumbre. Alejandro caminaba de un lado a otro, con las manos crispadas detrás de la espalda. Cada vez que pasaba junto a la recepción, dirigía una mirada suplicante a la enfermera detrás del mostrador. Ella, con una expresión casi compasiva, le repetía la misma frase:

—Lo siento, señor Adán. Todavía no tenemos novedades.

Andrea, la madre de Alejandro, estaba sentada en uno de los sillones, con las manos cruzadas sobre su regazo. Su rostro era una máscara de serenidad tensa, pero sus dedos temblaban ligeramente. Al otro lado de la sala, Ernesto, mantenía la cabeza baja, susurrando una oración entre dientes, mientras Emma y Thomas permanecían de pie cerca de la puerta, intercambiando miradas nerviosas.

—Esto no tiene sentido. —Alejandro se detuvo abruptamente, girándose hacia los demás—. Dijeron que me avisarían cuando pudiera pasar. ¿Por qué no llaman? A pasado mucho tiempo.

Emma dio un paso al frente, intentando calmarlo.

—Alejandro seguramente están ocupados asegurándose de que todo esté bien. No siempre pueden detenerse a dar información…

Por primera vez Emma sintió que compartían algo sumamente importante y empatizo con él.

—¡Han pasado horas, Emma! —la interrumpió, su tono cargado de frustración y miedo—. No puede ser normal. Algo está mal, lo sé.

El silencio que siguió a sus palabras era palpable, roto únicamente por el sonido de un carrito metálico que una enfermera empujaba por el pasillo. Andrea se levantó, caminó hacia su hijo y puso una mano firme sobre su brazo.

—Alejandro, cálmate. Lo último que necesitas ahora es perder la cabeza. Vanesa es fuerte, y estos médicos saben lo que hacen. Hay mujeres que duran muchísimo en labor de parto.

—Mamá… —Su voz se quebró, y su mirada se llenó de un pánico apenas contenido—. No puedo calmarme, lo intento pero no puedo.

Andrea no tuvo respuesta para eso, pero apretó su brazo con más fuerza, como si su toque pudiera transmitirle la fe que a ella misma comenzaba a faltarle.

La puerta de doble hoja que daba al área restringida del hospital se abrió con un chirrido, y un hombre vestido con una bata blanca salió al pasillo. Su expresión era grave, casi agotada.

—¿Familiares de Vanesa Adán? —preguntó, su voz resonando en la sala de espera.

Todos se levantaron al mismo tiempo, como si un resorte los hubiera impulsado. Alejandro fue el primero en acercarse, seguido de Andrea y Ernesto, mientras Emma y Thomas observaban desde una distancia prudente.

—Soy su esposo. ¿Cómo está mi esposa? ¿Y el bebé? —Las palabras salieron atropelladamente de la boca de Alejandro, quien miraba al doctor como si de él dependiera todo su mundo.

El médico, que claramente no era el ginecólogo de confianza de Vanesa, bajó la mirada un momento antes de responder.

—El bebé está bien. Nació hace unas horas, sano y con buen peso. Lo están estabilizando en la unidad de neonatología.

Un suspiro colectivo recorrió el grupo, pero Alejandro no se relajó. Ya había nacido su hijo y no le habían llamado. ¿Algo andaba mal?

—¿Y mi esposa? —insistió, su voz afilada por el miedo.

El doctor tragó saliva antes de responder.

—Hubo una complicación inesperada durante el parto. Tuvimos que realizar una cesárea de emergencia debido a un desprendimiento de placenta. Es una condición rara pero peligrosa, que puede poner en riesgo tanto al bebé como a la madre.

—¡Pero ella estaba perfectamente bien! —exclamó Alejandro, alzando las manos en señal de incredulidad—. Se cuidó todo el embarazo, hizo todo lo que le indicaron… ¿Cómo pudo pasar esto?

—Entiendo su preocupación, señor Adán, pero estas cosas a veces no se pueden prever. —El doctor lo miró con seriedad—. Hicimos todo lo posible para controlar la situación, y logramos que el bebé naciera a salvo, pero… Vanesa está inconsciente.

—¿Inconsciente? —Andrea repitió la palabra, como si no pudiera entenderla.

—¿Qué significa eso? —preguntó Ernesto, su voz más fuerte de lo habitual.

—Perdió mucha sangre durante la operación —explicó el doctor, tratando de mantener la calma en medio de la tensión—. Logramos estabilizarla, pero todavía no ha recuperado la conciencia. Su cuerpo necesita tiempo para recuperarse.

El silencio cayó como una losa sobre el grupo. Alejandro apretó los puños, su mandíbula tensa mientras procesaba la noticia. El miedo era demasiado fuerte y no sabía como gestionarlo.

—¿Puedo verla? —preguntó finalmente, su voz apenas un susurro.

El doctor negó con la cabeza.

—Por ahora no. Está en la unidad de cuidados intensivos, bajo estricta vigilancia. Lo que puedo hacer es llevarlo a ver al bebé.

—¡Cómo no voy a poder verla! —estalló Alejandro, su voz resonando en la sala. Sus ojos estaban rojos, y el control que siempre lo caracterizaba había desaparecido por completo.

Emma se acercó con cautela, poniéndose frente a él.

—Alejandro, escucha. El bebé está bien. Vanesa querría que lo vieras —habló con la voz temblorosa en un intento de animarlo pero de sus ojos se escapaban pequeñas lágrimas.

Las palabras parecieron atravesarlo, y por un momento, Alejandro cerró los ojos, respirando hondo.

—Veré a mí hijo —dijo finalmente, su voz más contenida—. Lléveme con él.

—Solo uno.

El doctor lo guió por un pasillo luminoso hasta una sala donde varios recién nacidos descansaban en incubadoras. Uno de los enfermeros señaló una cuna en particular.

—Este es su hijo, señor Adán —dijo el doctor retirándose y dejándolo a cargo de un enfermero que vigilaba por el pasillo.

Alejandro se acercó con pasos lentos, como si temiera que el más mínimo movimiento pudiera romper la frágil burbuja de aquel momento. Al mirar dentro de la cuna, sintió que algo en su interior se detenía.




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