Miro la prueba de embarazo mientras me muerdo el labio, nerviosa.
Y no asustada porque no quiera al bebé, sino porque no esté en mi vientre.
Me he preparado para este momento desde que tomé la decisión de buscar al donador de esperma adecuado, aunque en esta parte me encargué yo misma de dar con él y no pagar en una clínica especializada en la fecundación. Lo seleccioné en una de mis tantas noches de análisis. Y sí, sé que está mal que me haya aprovechado de un pobre hombre que jamás sabrá de la existencia de su hijo y que seguramente no estará de acuerdo con mi proceder, pero ¿qué más da? ¡Estaba desesperada!
Además, fue un excelente espécimen, cabe recalcar.
Mi bebé nacerá hermoso, si es que me fecundó, claro.
Dejo de apresar mi labio inferior ya maltratado y me doblo para observar mejor las dos líneas que acaban de aparecer. Mi corazón deja de martillar por unos segundos y todo el aire que acabo de inhalar se estanca en mis pulmones. Las lágrimas se me acumulan tras los párpados y las manos se me tornan temblorosas. Me cubro la boca y sacudo la cabeza. Derramo las lágrimas, exhalo y suelto un chillido alegre, que retumba en el baño.
Es positivo.
Sabía que ese guapetón sabría cómo llegar a mi óvulo.
«Bueno, su espermatozoide», me corrijo sin dejar de reír ahora.
Los dedos aún me tiemblan cuando agarro la prueba y la acerco a mi rostro.
Desde hace dos años empecé mi proceso de quedar embarazada. Aclaro que los primeros intentos sí fueron de la mano con una clínica especializada, y en cuanto me resigné, aparte de pensar con la cabeza atolondrada, tomé al toro por los cuernos. Han sido cinco hombres hasta la fecha los que han disfrutado de mi cuerpo, y solo el quinto metió el balón en la arquería.
Me limpio las mejillas, me siento en la tapa del inodoro y suspiro.
De hecho, también he comprado todo lo que necesite el bebé poco a poco; la cuna, el cochecito, el asiento para comer, los pañales en todas las tallas, la ropita, los juguetes, los biberones, los chupetes… Todo ha empezado a acumular polvo en mi habitación de huéspedes, pero ya llegó la hora de desempolvar, organizar y transformar ese espacio en la madriguera de mi ratoncito.
Paso la mano por mi vientre plano y esbozo una sonrisa tierna.
«Ratoncito, te dedicaré el resto de mi vida para que seas un niño, un adolescente y un adulto feliz, con una madre siempre presente».
—O ratoncita —reflexiono, y mi sonrisa se ensancha.
Me doy impulso para ponerme en pie sin dejar de sujetar la prueba con entusiasmo y salgo del baño para dirigirme a la habitación de mi ratoncito. Por el momento lo llamaré así. Cuando tenga el tiempo suficiente de gestación para saber su sexo, ya podré oficializar el apodo. Y mientras tanto toda su decoración será de colores no distintivos. ¿Qué es eso de rosa solo para niñas o azul para niños? ¡Bah! Mi ratoncito vestirá todos los colores del arcoíris. ¿Rosa si es niño? Obvio.
Abro la puerta de la habitación y me asomo para contemplar las cajas con todos los artículos que he acumulado hasta ahora. No dejo de acariciar mi vientre en cuanto entro y dejo la prueba de embarazo en la cómoda. Me siento en la cama, no sin antes palmearla para quitarle el polvo, y pienso en cómo decorar la estancia. Le pintaré animalitos en las paredes y pegaré algunas calcomanías relacionadas, colgaré estrellas que se enciendan en la noche, así como la luna, y elegiré las mejores cortinas, con la cuna perpendicular a la ventana para que mi ratoncito disfrute de los rayos del sol.
—Serás un mimado, ratoncito —le susurro, y aprieto sobre mi abdomen—. Ahora no eres más que una semillita, pero pronto te volverás en el ratón que mamá siempre ha deseado. —Alargo el brazo libre—. Y todo este dormitorio será para ti. Hay suficiente espacio para que te vea crecer e irte, si eso quieres cuando llegue el momento, por supuesto. Mamá te apoyará en todo.
Le doy palmaditas a mi abdomen y dirijo la mirada a la ventana. Vuelvo a morderme los labios y detengo el tamborileo de mis dedos.
—Espero que heredes gran parte de mis genes —musito con una exhalación larga, pausada—. Que tengas mi cabello, el cual muchos envidian, y mis hijos, que heredé con orgullo de mi padre. —El pecho comienza a dolerme—. No podrás conocer a tus abuelos porque ya cruzaron el gran río que nos divide de la vida y la muerte, pero sé que están felices porque por fin estás conmigo. —Bajo la cabeza e intento escrutar mi vientre plano—. Tu abuelo te habría enseñado mecánica y la abuela, por otro lado, te habría instruido en el arte de las flores. Tenemos una floristería, ¿eh? Es obvio que debes saber de flores y sus significados para armar bonitos ramos… Serás su dueño. Espero que lo hagas florecer más.
Presiono ambas manos a los lados de mi ombligo y me dejo caer para mirar el techo. Cierro los ojos e inspiro el aroma a polvo. Me tardo diez largos minutos en la habitación y luego salgo de ella para encaminarme a la mía, donde me acuesto de medio lado en mi cama doble.
—Mamá es solitaria —continúo con mi parloteo, y pongo una almohada entre mis piernas para apretarla—, solo tiene su floristería y pocos conocidos, no amigos —aclaro con una risita—. Eso no importa, ratoncito. Es mejor estar solo que mal acompañado, no lo olvides.