Termino el ramo de tulipanes, que están en temporada, y me deslizo detrás del mostrador para acomodarlo en la estantería designada para los pedidos que serán buscados por sus dueños correspondientes más tarde. Inconscientemente, me acaricio el vientre, ya un poco hinchado, pues mi ratoncito acaba de cumplir tres meses. Han sido semanas un poco difíciles porque mi cuerpo lo pensó como un intruso al principio y deseó deshacerse de él. El primer sangrado me asustó muchísimo y me arrojó a urgencias, donde me calmaron y me explicaron que era el sangrado de inseminación, pero que de igual modo debía tener cuidado. Desde entonces, he tenido citas regulares, incluso una dieta balanceada.
Le doy unos golpecitos para que no se aloque y me dé más sustos, y me giro para seleccionar algunos girasoles y peonías. Elijo los girasoles más frescos, junto a unas peonías rosas, y me dirijo a la mesa de decoración. Allí los pongo en hermosos jarrones pintados a mano, con su sustento adecuado para que sus pétalos sigan abiertos por algunas semanas.
—Siempre elige las flores más frescas —le aconsejo a mi ratoncito en voz baja, y corto los tallos de lado para que puedan absorber mejor el agua.
Me entretengo tanto con esta labor que no me percato de que acaba de llegar un cliente, quien carraspea.
Me vuelvo para darle una sonrisa de bienvenida y me ubico detrás de la caja registradora.
La mujer de tal vez cincuenta años, con líneas de expresión marcadas y unos ojos grisáceos que se me hacen conocidos, me sonríe con amabilidad. Su cabello negro, salpicado de canas, hasta los hombros, le da un aire de sofisticación completa, en conjunto con un traje de dos piezas azul oscuro, que resalta sus iris.
—Buen día —me roba el saludo, y parece reírse de mí al verme boquear—. ¿Tienes rosas amarillas? No vi afuera.
Miro sobre su hombro para darle una ojeada rápida a la fila de flores en exhibición delante de ambos ventanales y le asiento con una sonrisa cortés.
—Sí, en la trastienda. Justamente llegaron hoy.
Su sonrisa resplandeciente en cualquier momento me cegará, así que, con disimulo, dejo de mirarla directamente y me giro para señalarle la puerta con cristales en formas de diferentes flores.
—¿Gustas un ramo? ¿Una decoración en específico?
—Un ramo con veinte rosas, por favor —contesta con su voz cantarina, y me señala donde cuelgan lazos de diversos colores—. Con un lazo violeta.
—¡Dame unos minutos! —exclamo sin dejar de sonreírle con cortesía, y me dirijo a la trastienda.
Selecciono las rosas con los pétalos más bonitos, con los tallos y las espinas previamente cortados, y regreso con la cliente para dejarla ver lo que resta del trabajo. Dejo las flores en la mesa de decoración, corto un metro de lazo violeta y elijo celofán del mismo color. Las rosas amarillas más pequeñas las dejo en el centro para hacer un efecto visual encantador con las más grandes rodeándolas. Luego cubro los tallos con el celofán, paso el lazo en medio y hago un bonito moño doble. Por último, rocío las rosas con agua para que se vean más frescas, sin manchar el celofán, y me aseguro de que estén bien sostenidas con ayuda del lazo.
Alargo la sonrisa, acomodo el ramo a lo largo de mi antebrazo derecho y camino hacia la clienta. Salgo de detrás de la mesa que funge de división y a la vez de mostrador.
—Con cuidado —le susurro al pasárselo, y regreso a mi posición anterior.
La mujer toquetea los pétalos de las rosas en las esquinas y asiente con aprobación.
—Están divinas —comenta pensativa, y busca mi mirada—. Decorarán muy bien el comedor. Ya no serán un regalo —me admite perspicaz.
Río y asiento.
—Puede ponerlas en un jarrón y rociarlas todas las mañanas y las noches para que no pierdan su vida demasiado rápido.
—Gracias por el consejo. —Me guiña un ojo, y baja su vista a mi vientre, que se alcanza a ver cuando estoy de medio lado.
Claro que noté sus miradas furtivas, pero no le presté atención.
Vuelvo a sonreírle y digito en la caja registradora el costo del ramo, sin darle interés a su escudriñamiento.
—Aquí está el costo —le señalo la pequeña pantalla con la cifra—. ¿Pagas en efectivo o con tarjeta?
Deja de mirarme la panza.
—En efectivo. —Saca del bolsillo lateral de su saco los billetes—. Quédate con el resto. Te lo mereces.
—Oh, muchas gracias. —Registro el pago y vuelvo a observarla sonriente—. También gracias por la compra. Espero que las rosas le duren muchísimo.
—Claro, querida. —Me muerdo la lengua por ese «querida»—. Volveré, que no te queda duda. —Le lanza un vistazo más a mi vientre y ladea la cabeza—. Y felicidades por el embarazo. Te sienta bien.
Me sonrojo.
—Gracias —murmuro—. Mi ratoncito crece con mucho vigor.
—¿Ratoncito? —ríe.
—Antes era una semillita y ahora sí es todo un ratoncito —le confío susurrante—. Un ratoncito travieso. —Sobo sobre mi ombligo y sonrío enternecida—. Ya le ha dado muchos sustos a mamá.
Enarca una ceja y pone la mayor parte de su peso en una sola pierna.