El hijo secreto del alfa

Capítulo 3: ¡Atrapada!

Contemplo la lavanda que acaban de entregarme y asiento conforme. Hará que la floristería huela delicioso y atraerá más clientes. Le alzo el pulgar a su vendedor y lo despido con una sonrisa de aprobación completa. El viejo hombre me sonríe agradecido y sale de mi local para dirigirse a su camioneta.

Les compro a los cultivadores aledaños, así que suelen traerme las flores y demás plantas más que frescas, cosa que agradezco.

Ahora debo organizarla en puntos estratégicos para que su aroma se riegue bien por toda la floristería y todo aquel que venga quede encandilado con su aroma. Por lo tanto, me decido en poner de a diez tallos en jarrones pequeños, pintados por mí hace unas semanas, cuando le enseñaba al ratoncito todo lo que puedes crear con la pintura.

Mientras me golpeo el mentón con el dedo índice, hago un esquema mental respecto a qué otros diseños les pintaré a los jarrones medianos, sin dejar de agarrar los pequeños para ponerles los tallos. La lavanda está tan fresca que su perfume se me queda en la nariz por más tiempo del habitual y me hace imaginar largos y grandes prados violáceos, que invitan a acostarse en medio de ellos. Me río por esa línea de pensamiento y salgo del mostrador con cinco jarrones reposando en mis antebrazos juntos para ubicarlos en cada esquina, así como afuera, cerca de los diminutos cactos.

Me inclino un poco sobre ellos para poner el último jarrón en medio de ellos y estoy a punto de mover el Booby Mini cuando un carraspeo me hace enderezar la espalda, cubrir a ratoncito por si las dudas y girarme como si el diablo me hubiera olido la nuca. El color me regresa al rostro, bueno, el sonrojo y mi corazón, enfurruñado, calma sus latidos.

La mujer de hace unos días me mira con una sonrisa de disculpa y se atusa el cabello como un tico nervioso.

«Ah, embobé a esta señora. Excelente, una nueva clienta frecuente», pienso con orgullo, y dejo caer las manos.

—Buen día —me adelanto, y le hago un gesto para que me acompañe al interior—. ¿Cómo te ha ido con las rosas?

—Tan encantada me tienen que vengo por más —contesta en mi espalda, y se detiene para darme un vistazo al momento de ponerme a batallar con la compuerta, o lo que sea, del mostrador para ponerme detrás de él—. ¿Soy yo o se te nota más la pancita?

Las mejillas se me encienden una vez más.

—¿Cierto que ha crecido un poquito? —pregunto cómplice, y me doy golpecitos juguetones sobre el ombligo.

Se inclina y apoya los codos en el mostrador. Sus ojos grisáceos resplandecen con conocimiento.

—Sí, ha crecido en estos días. ¿Cuántos meses tienes?

—Tres —contesto resuelta—. ¿Llevarás las mismas rosas? —cambio de tema porque hablar del ratoncito conllevará horas, que no podré gastar en ella.

Se yergue y me sonríe.

—La misma cantidad, por favor.

Le devuelvo la sonrisa y me giro para sujetar las rosas amarillas que ya había dejado a mi costado para ponerlas en jarrones de cristal celeste. Me acerco con ellas colgando de mi antebrazo a la mesa de decoración y me encargo de hacer lo mismo que la vez pasada: dejo las pequeñas en el centro y las grandes alrededor. Agarro celofán violeta cortado previamente, así como el lazo, y las envuelvo con sumo cuidado, mientras maniobro con el lazo para elaborar un exquisito moño doble. Me limpio la frente como si hubiera hecho el trabajo del siglo y regreso con la señora para extenderle el ramo bellamente hecho, como se caracteriza mi floristería.

Huele las rosas al instante y suelta un suspiro satisfecho.

—Cuánto me encanta su aroma —comenta sin dejar de exhalar con placer.

—Solo a los locos no les gusta. —Marco el valor en la caja registradora—. ¿Pagas en efectivo o con tarjeta?

Con las mejillas un poco arreboladas, saca de su cardigán de punto los billetes y me los entrega.

—Ya sabes, el resto es para ti. —Me guiña un ojo y se abraza a las rosas—. Le echaré un vistazo a lo demás. Estoy esperando a mi hijo. Vendrá a recogerme —me susurra como si me contara un secreto de estado, y no dudo en asentir como el soldado a su capataz.

—Espero que unas flores más capten tu interés —deseo ansiosa de dinero, y le hago un gesto con la mano para que sea libre como el viento.

«¡Ajua!».

Presiono los labios para no reírme de mis estupideces y dejo el dinero en la caja para volver a lo de antes: aromatizar todo mi entorno. Me dirijo a la trastienda para hacerme con más lavanda y regreso a la estantería donde dejo todos los jarrones pintados. Con una ceja enarcada, paseo las yemas de los dedos por los que tienen resaltos y me decanto por los semilisos. Escucho a la señora tararear y la miro sobre mi hombro. Observa con ojo crítico las petunias. Sonrío para mí y pellizco suavemente la lavanda para que suelte más su aroma en el jarrón con una pradera muy verde pintada.

Tarareo distraída y me pongo de puntillas para dar con un jarrón redondo más grande, de cristales tornasol y cuencas que cuelgan de los bordes. Lucho con mi mano para intentar agarrarlo y resoplo cuando se me escapa. Estoy por dar un brinco cuando la voz de un hombre me congela y me vuelve un maniquí, de esos en exhibición con poses raras.

—Querido, no te tardaste tanto —exclama la señora, y yo siento que la espalda me suda.




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