El hijo secreto del alfa

Capítulo 4: Olfato delicado

—¡Tú! —me señala de vuelta, y casi lanza a su madre al otro lado de la floristería para pisotear hacia mí.

—¿Yo? —Me golpeo el esternón con el dedo índice y agradezco estar protegida por el mostrador.

Se detiene en seco delante de mí y se cubre la nariz con la expresión ofuscada.

—Pero ¿qué es ese olor? —masculla, y escanea cada centímetro de la floristería.

Tanto su madre como yo fruncimos el entrecejo y lo miramos como si fuera un alienígena.

—¿Lavanda? —titubeo.

Sus cejas se hunden más y, a manotazos, saca el pañuelo de seda de su exquisito saco para cubrirse mejor la nariz. Sube los hombros con hastío y decide mejor volver con su madre. Se pone a su lado como el cachorro que algo ha asustado, y la señora entorna los ojos, fastidiada.

—Perdónalo. Tiene el olfato muy sensible, y parece que el aroma de la lavanda no le agrada —me dice con una disculpa sincera en su mirada, mientras que su hijo sigue mirándome.

«¿Es que acaba de descubrir la cura del cáncer o cómo?».

Me recompongo y le sonrío.

—Claro, no todos toleran su aroma. —«Aunque el de canela es peor, pero bueno».

—¿A quién le gusta ese maldito olor? —espeta con lágrimas tras los párpados.

«¿Es en serio?».

No tardo en buscar los ojos de su madre, que sacude la cabeza y bufa.

—Es que eres estúpido —alcanzo a oír, y asiento mentalmente.

¿Tanto espectáculo por el olor de la lavanda? Ni que fuera niño de primaria.

Dejo de observarlos, porque ya no me incumbe, aunque él es el donador de esperma, y finjo que no le presto atención a su conversación en voz baja. Aguzo el oído mientras reorganizo las azaleas preservadas y sostengo la libreta donde escribo lo que falta.

—¿Por qué me necesitas aquí? —le inquiere él con la voz amortiguada.

—De verdad, si no fuera porque yo te parí, te desconocería.

—¡Madre!

Casi salto con su chillido. Con un tarareo disimulado, vuelvo a hacerme la desentendida y camino hacia el librero con libros de jardinería y herbolaría, que vendo muy bien, te digo.

—Aguza ese olfato, tonto, y date cuenta.

«Ay, no, señora, no extienda tanto la lengua. ¿Y cómo así que el olfato? ¿Se creen perros o qué?».

Inconscientemente, me cubro el vientre y hago lo posible para que ninguno le eche un vistazo.

—No puedo oler nada más que esa asquerosa lavanda.

«Y la lavanda, desconsolada y herida, se echó en el rincón para echarse a llorar», le narro a ratoncito, y me muerdo los labios para no reírme.

—¡Ay, no, no sé cómo te soporto! —Le zarandea las rosas amarillas, por lo que deduzco—. Que lo descubras solito entonces. Señorita —me giro como si la cosa no fuera conmigo y le esbozo una sonrisa—, gracias por las flores. Volveré en una semana.

—Claro, con gusto. Ya sabes, riégalas para que sigan hermosas.

Me asiente y, lanzándole una mirada asesina a su hijo, sale del local para esperarlo al lado de un elegante auto que cuesta más que mi vivienda, la cual se ubica sobre la floristería.

La campanita sobre la puerta no me reconforta en absoluto cuando tintinea.

Los ojos grisáceos, enrojecidos por las lágrimas contenidas, me lanzan dagas.

—¿Es que no me recuerdas? —Y sigue de dramático con el pañuelo en la nariz.

—Es obvio que te recuerdo —replico con un bufido, y dejo la libreta en la mesa de decoración—, pero acordamos comportarnos como desconocidos en caso de que volviéramos a vernos. —Cruzo los brazos sobre mi abdomen y le arqueo una ceja—. Tú fuiste el insistente, y siquiera cumples con tus palabras.

Parece encorvarse en su perfecto traje de tres piezas gris oscuro, casi negro, que le resalta los iris. No dudo en mirarlo de pies a cabeza y darle una aprobación de diez. Está para comérselo entero, hasta los huesitos.

Se peina el cabello hacia atrás, frustrado.

—Quién iba a saber que mi madre podría tener un roce con una de las tantas con que me acosté.

«Auch, pero ni modo de sentirme ofendida porque también lo utilicé».

—El mundo es un pañue… pequeño. —Carraspeo y presiono los labios para no carcajearme.

Resopla y baja la mirada a mi vientre. Su entrecejo vuelve a fruncirse. Intenta descubrirse la nariz, pero en cuanto la lavanda vuelve al ataque, y se lo agradezco, se lastima las fosas nasales al oprimirlas con sus dedos índice y medio.

—No puede ser, ¿acaso tienes marido?

Pongo los ojos en blanco.

—Podemos concebir sin necesidad de uno —escupo, y miro hacia otro lado, porque sé que mis ojos le gritan que él es el progenitor, pero como es tonto, así como dijo su madre, no es capaz de sumar dos más dos.

Resuella y sacude la cabeza.

—Como sea. —Me examina hasta los pelos que se me salen de la coleta—. Te ves… más hermosa —susurra, y agradezco tener buen oído.




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