Como buen escudo, no he dejado de aromatizar la floristería con lavanda, y de la más fresca, recién cortada. Su cultivador seguro salta en un solo pie cada vez que le dejo un mensaje en WhatsApp para pedirle más.
«A este paso lo haré millonaria, y con justa razón».
No quiero a ese hombre rondando por aquí. No tiene por qué saber tampoco que es el que fecundó mi ovulo. ¡Jamás! Ratoncito y yo estamos bien solos.
Eso me recuerda que, desde hace unos días, cada vez que le hablo, se mueve. Es una sensación extraña, peculiar, pero me indica que me oye con mucha atención y quizá me responde al cambiar de posición o estirar las extremidades, como ahora lo hace.
Presiono la palma sobre mi ombligo y respiro profundo.
Ha sido un movimiento brusco. Sin mentir, creo que lesionó mis tripas.
Me doblo durante un momento, cierro los ojos y hago los ejercicios de respiración que recomienda el canal de embarazos en YouTube que vi hace poco. Me concentro en las inhalaciones y exhalaciones mientras busco su mano, pie o cabeza en lo alto de mi vientre. Toqueteo lo que parece ser su mano y le pido con ese gesto que se calme, ya que mamá no tiene toda la resistencia para soportar sus maniobras de taichí. Me hace caso al instante, dejando de retorcerse. Separo los párpados, suspiro aliviada y me yergo.
—Ese niño a este paso te arrancará el estómago.
No me sorprendo con su voz, pero sí me giro para recibirla.
La joven de diecinueve años recién cumplidos me mira con una sonrisa desde el umbral de la puerta. Sostiene la campanita, y por eso no la noté antes. Sus ojos castaños, enmarcados por espesas pestañas, se fruncen y sus pómulos parecen intensificar los diversos lunares en ellos. Tiene el cabello atado en una cola alta y viste un overol anaranjado, que no contrasta en absoluto con sus Converse rosas. Aun así, se ve preciosa.
Alargo los brazos, y no tarda en acercarse para abrazarme con cuidado.
—Amara, te extrañé —le susurro, y ella me aprieta.
—Yo también. ¿Cómo está ratoncito? —Se separa y pasa las manos por mi vientre, que ya se marca por completo. Como mis vestidos habituales son pegados a la cintura, debí pedir más anchos y que se amolden a mi nueva figura.
—Como todo un bribón —le contesto, y apretujo sus manos sobre mi ombligo para que lo sienta mejor—. Ya hasta me puso los pies hinchados. Crece muy rápido.
Ladea la cabeza y enternece la sonrisa.
—Será todo un hiperactivo cuando salga de esa cárcel.
—Amaranta —la regaño.
—Pup —suelta al oprimir un poco donde se sitúa su cabeza, e inhalo profundo.
Se ríe de mi expresión y da un paso hacia atrás.
Le chasqueo la lengua, me abrazo el vientre y retrocedo para señalarle las flores que debe preparar como regalos para una boda.
Amaranta ha sido mi ayudante desde que tiene diecisiete años, pero, debido a unos problemas familiares, los últimos meses pidió un receso, que le permití al instante porque primero está salud mental, y hoy se reintegra a su trabajo.
Me hace un gesto militar con los hombros rectos para después descolgar su delantal y ponerse con lo que la espera toda la tarde.
La miro sonriente.
La he mantenido informada sobre el embarazo desde que me enteré. Me envió un audio chillando su alegría, mientras me informaba que se esforzaría por ser una buena tía. Es más, con parte de sus ahorros le compró a ratoncito sus primeras mudas de ropa. Entre ellas destaca un lindo conjunto de tigre, con sus guantes en forma de patitas. Es divino.
«¡Será lo primero que vestirá en sus fotos iniciales!».
—¿Qué tal la tía Amara, ratoncito?
Me da una patadita que me saca la risa.
—Ya ves, la amarás.
Regreso mi atención a la fila de ramos en exhibición y salgo a la acera para escudriñarlos mejor. Volarán rápido, estoy segura, e intensifico este pensamiento cuando una pareja se acerca y se hace con uno de claveles. Les sonrío como despedida y guardo el dinero en el bolsillo frontal de mi delantal violeta pastel. Me atuso la maraña que tengo por pelo, que es demasiado rizado cuando se le da la gana y semiondulado si lo peino al estar húmedo, y vuelvo a Amaranta para ayudarla con el buqué de la novia.
—¿Y el papá? —me pregunta de repente.
Me muerdo el labio inferior y dejo de buscar ramilletes verdosos para decorar el buqué.
—No ha venido desde que nos vimos —le contesto con un suspiro—. Es mejor así.
—Pero ¿estás consciente de que tarde o temprano se enterará de que es padre?
«¿Desde cuándo tanta madurez?».
La miro por el rabillo del ojo.
—Solo es el donador de esperma. En eso debe quedarse.
Se detiene y se gira para contemplarme.
—Pero, Eira, él…
—Sí, debe enterarse —espetan a nuestras espaldas, y me congelo.
Su voz está amortiguada por el pañuelo que presiona en su nariz.