El hijo secreto del alfa

Capítulo 8: Su primera cita

Recordar nuestro encuentro es muy curioso y a la vez irritante. A veces me pregunto cómo es que seguí con el plan porque Kieran fue déspota y arrogante en exceso. Quizá sea cierto eso que dicen por ahí: entre más arrogante, más irresistible. Y en la cama fue algo… Siquiera sé la palabra correcta. ¿Ardiente? ¿Demasiado pasional? ¿Muy atento? Por más egocéntrico que hubiese sido su comportamiento, en el momento de tumbarme en la cama se volvió en la persona más servicial que he conocido. Se preocupó primero por mi placer y luego por el suyo. Estuve de primera en su lista hasta en el último segundo.

Siquiera nos presentamos y ya nos devorábamos.

«Qué cosas, ¿no?».

Dejo de pensar al sentir el gel frío en mi panza descubierta y aprieto las manos en los reposabrazos.

Kieran les lanza una mirada, y entiendo que desea que mejor apriete las suyas. Es lo que hago cuando la ginecoobstetra pasa el ecógrafo por cada rincón de mi pancita. Entrelaza nuestros dedos y oprime de vuelta para darme ánimos.

—Bien —la mujer sonríe con calidez y mueve el ecógrafo debajo de mi ombligo—, allí está. —Levanta la cabeza y señala el monitor para que lo miremos.

Kieran aguanta la respiración, mientras que yo siento cómo el corazón se me acelera.

—¿Quieren saber su sexo? —nos pregunta sin dejar de reír.

Contemplo a mi ratoncito, que se deja ver en todo su esplendor, y asiento ansiosa, aunque sé que es un varón.

—Sí, por favor —le contesta Kieran con la voz estrangulada.

—Es un niño, ¿ven? —Apunta con su mano enguantada las piernitas de mi bebé y en medio de estas—. Un niño sano y vigoroso. Su corazón late alto y fuerte. —Se aparta para dejar el ecógrafo en su soporte y se quita los guantes—. Felicidades, Eira, has llegado al quinto mes sin ninguna complicación.

Kieran deja de observar el monitor para posar su mirada en mí.

Para mi sorpresa, se dobla y me besa la frente. Se queda en ella, suspirando.

—Gracias, Eira —me susurra—. Es hermoso.

«¿Soy yo o se le oyen las lágrimas?».

Se endereza y carraspea.

La ginecoobstetra nos contempla interrogante.

—¿No se supone que…?

—Es el padre de ratoncito, sí —me apresuro a callarla, y le agradezco a Kieran con un gesto cuando me entrega unos pañuelos de papel para limpiarme—. Estará presente en todo a partir de ahora.

—Así es. —«Metido»—. Dígame, ¿necesita suplementos? ¿Vitaminas?

Ella niega con la cabeza y se ríe.

—Es un embarazo tan fuerte como una roca, pero claro, debes cuidarla y estar atento, ¿de acuerdo?

Él le asiente al instante y se vuelve para mirarme con una sonrisa bailando en sus labios. Le regreso una mueca, me incorporo y bajo los pies de la camilla especial. Tan diligente que vuelve a asombrarme, se arrodilla y me ayuda a ponerme las sandalias, ya que no soporto las zapatillas por la hinchazón. Primero me masajea las plantas y después las calza. Se yergue orgulloso y me tiende la mano para levantarme. Ceñuda, se la doy.

La ginecoobstetra nos mira en todo momento. Con una sonrisa disimulada, se dirige a su escritorio y anota la siguiente cita en su agenda, mientras prepara las copias de la ecografía. Las engarza en la hoja con la citación y me la entrega.

—Aun así, te receté unos suplementos alimenticios.

Leo la orden y asiento para mí.

Entretanto, Kieran se pega a mi lado y me agarra la mano para entrelazar nuestros dedos de nuevo.

Suspiro e intento no poner los ojos en blanco.

Parecemos marido y mujer.

—Muchas gracias, doctora —le agradece con su sonrisa de cinco estrellas, y, sin saber por qué, se me sube el rubor hasta las orejas—. Nos veremos en la próxima cita.

—¡Los espero!

Me despido de ella con un asentimiento y me dejo guiar por él hasta el estacionamiento, donde nos espera el lujoso auto de la vez pasada. Le echo un vistazo antes de subirme al asiento trasero —por supuesto, abrió la puerta como todo un galán— y me acomodo para que mi vientre no me resulte incómodo. Ratoncito no duda en patear, y me muerdo el labio inferior para no resollar. Tiene tanta fuerza incluso con su propia madre.

Kieran se monta en el asiento del copiloto y enciende el motor.

—¿Me das una copia?

Dejo caer la mirada en las ecografías.

—Claro. —Me estiro para darle una y le sonrío—. ¿La pegarás en la nevera? —bromeo.

Me mira por el espejo retrovisor y enarca una ceja.

—¿Me leíste la mente?

Me río, me reacomodo y sacudo la cabeza.

Arranca y nos conduce con cuidado a mi floristería. Toma la vía principal y pasa a un conductor que va más lento que nosotros mientras le gruñe.

«Hombres».

Me pongo a mirar por la ventanilla y me relajo por completo.

—Eira.




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