El hijo secreto del alfa

Capítulo 9: Especial

A primera hora de la mañana, cómo no, Kieran me envía un mensaje preguntándome cómo amanecimos. Le contesto media hora después, cuando ya me he duchado y puesto un precioso vestido con los hombros descubiertos. ¿Su contestación? Una fotografía de su escritorio y un «Me alegra. Y yo estoy en el trabajo».

Me golpeo la frente y respiro profundo.

—¿Dónde quedó el gruñón de la primera vez? —le pregunto a la pantalla de mi teléfono, y lo dejo en el comedor para servirme un té de manzanilla.

«¿Esta es su forma de seducirme o cómo?», pienso mientras le envío un sticker y sorbo mi té.

Y, de nuevo, no tarda nada en responder.

Entorno los ojos y dejo de prestarle atención al teléfono. Si no, me volverá loca, y ni el ratoncito podrá soportarme así.

Es decir, ¿cómo es posible que el gran lobo feroz haya bajado la guardia, la cola y las orejas? Sé que me he hecho esta pregunta muchísimas veces, pero mi sorpresa sigue intacta, por lo tanto, me lleva a llenar la cabeza con la misma duda. Entiendo que quizá siempre ha querido ser padre, y debido a mi… trampa lo será dentro de poco, pero ¿de verdad debe cambiar de personalidad conmigo? ¿Dónde quedó el enfado inicial? ¿Por qué ese encanto fresco y ese cariño tan natural? Me deja descolocada cada vez que se dirige a mí con un brillo especial en sus ojos azul grisáceo y una sonrisa bailando en la comisura de sus labios.

Se supone que Kieran Beckett es conocido por ser nefasto, un tirano en toda su palabra, y conmigo parece un perrito dispuesto a morderse una pata para contentar a su amo en caso de que no haya alimento.

«¡Es todo una locura!».

Sin quererlo, mi mirada cae una vez más en mi teléfono.

Me muerdo el labio inferior y lo pienso.

Desde que decidí ser madre soltera supe todos los pros y contras, y no me importó en absoluto tener la idea de criar a mi hijo sola. Sin embargo, ahora que el donador de esperma lo sabe —«Bueno, ya no lo es. El padre, me corrijo»— se siente… Siquiera sé explicarlo. ¿Confortable? ¿Cómodo? Si bien su atención sobre mí suele abrumarme, incluso irritarme, me hace sentir única en el sentido de que ese tipo de comportamiento no es usual en él. En su madre, por lo poco que vi, no se nota mucho. Es como si hubiera despojado del disfraz del lobo gruñón y puesto el del lobo sumiso, feliz de estar al lado de su hembra, supervisando el embarazo y a sus crías.

Me golpeo el mentón con los dedos y cierro los ojos.

«No puedo más».

Tiendo la mano con rapidez y agarro el teléfono para encender la pantalla. Desde el panel de notificaciones leo sus otros mensajes y una sonrisa aparece en mis labios. Es una foto donde muestra un vaso desechable de café y al lado un panecillo de queso, con sus piernas cruzadas debajo de la mesa de cristal. No conozco la cafetería, pero, con solo ver la mueblería, sé que es refinada. Leo el mensaje adjunto y contengo la respiración.

—Antojos no tengo. —Acaricio mi panza y ladeo la cabeza—. ¿Y tú, ratoncito?

No me contesta, y no me extraña porque en la madrugada se volvió todo un revoltoso: me pateó hasta las tripas.

Escaneo la cocina y enarco las cejas.

—¿Y si me aprovecho un poquito?

Con una risa malévola, le escribo una lista de mercado y espero ansiosa.

—Ay, pero sí corre —musito al leer su respuesta inmediata.

Es una aceptación tan rápida que mi mente maquiavélica me insta a solicitarle todas las tallas posibles de pañales, ya que un bebé, en pocas palabras y perdiendo la sutileza, caga mucho, más que un hámster.

Y de nuevo me contesta más rápido que el rayo McQueen.

Pego la nariz a la pantalla y me río.

No solo comprará pañales, sino también pañitos, compotas, ropita, cremas, fórmulas… y un montón de objetos más que me descolocan, pero lo agradezco, porque es mejor tener más que menos.

Reacciono a su último mensaje y le envío un sticker de despedida para dirigirme a la floristería. Ya en ella, giro la madera que dice «cerrado» y «abierto» mientras me ato el delantal. Le sonrío a la vitrina y me encamino a la mesa de decoración para terminar de sembrar unos jacintos que me pidieron desde hace una semana. Solo faltaba pintar las últimas macetas y encargar la tierra con fertilizante.

Alzo la vista cuando la campanita suena y saludo a Amara con la mano.

Trota hacia mí, desengancha su delantal y me sonríe.

—¿Hoy qué debo hacer, mamá primeriza?

La empujo del hombro juguetonamente y le señalo con el mentón las rosas rosa salmón.

—Ay, cortar espinas es tedioso —murmura enfurruñada, y se pone delante de ellas.

—A llorar a otro lado.

Me lanza una mirada fastidiada y sube los hombros.

Le sonrío para animarla y me dispongo a continuar con el encargo, que será recogido en dos horas. Me palpo el bolsillo delantero de mi delantal, donde guardé el teléfono, y vacilo. ¿Qué es esta necesidad de estar pendiente de su chat? Me muerdo el interior de la mejilla, sacudo la cabeza y hago los hoyos en la tierra semihúmeda para plantar los jacintos que faltan.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.