Dono la gran parte de los pañales a la beneficencia, porque sé que no necesitaré tantos, no como literalmente se lo tomó Kieran, y acomodo el restante en la habitación que volví algo así como un almacén.
Pongo las manos en mis caderas y contemplo todo.
«Bueno, ya no tendré que matarme para comprar lo que haga falta».
Aun así, presiono los labios y cierro los ojos. Me aprieto los párpados con los dedos y sopeso todo lo que ha ocurrido hasta ahora.
Es cierto que la atracción entre Kieran y yo ha escalado muchísimo, hasta el punto en que me pongo ansiosa con su ausencia, pero no irá a más. Seguramente me siento así de intranquila por el embarazo, por la necesidad de tener la atención del padre de mi ratoncito sobre mí. Es la respuesta más convincente que hallo. Sin embargo, muy dentro de mí me retuerzo en otras posibilidades. Y sé que es una locura completa. Incluso he pensado en tachar un poco eso de ser madre soltera en todo su esplendor.
Me froto la frente y respiro hondo.
«¿Qué tipo de locura es esta, Eira? ¡No necesitas a Kieran más adelante!».
—Pero… ¡Ay! —Me muerdo el interior de las mejillas y camino en círculos—. ¿En qué clase de circo me metí?
Me trago la angustia que me provoca pensar en todo esto y me descalzo las sandalias para dejarlas colgar de mis dedos índice y medio. Luego me encamino a mi dormitorio y me siento en el filo de mi cama. A este paso, como dijo Amara, deberé tomarme un descanso con la floristería. Mis pies se hinchan de tanto caminar y me canso más rápido de lo habitual.
—Es que pesas mucho, ratoncito —le comento a mi hijo, y le pico donde acaba de patear—. Además, eres muy travieso.
Parece dar una voltereta que me hace contener el aliento.
—¡Ya ves! —exhalo con la voz estrangulada—. ¿Puedes tener un poco más de cuidado con mamá?
Se aquieta, por lo que sonrío.
No ceso las caricias y me tiendo para alcanzar mi teléfono.
Vacilante, le contesto a Kieran que estoy agradecida con todo lo que envió y de paso le informo que lo que me pareció que sobraba lo doné. Su respuesta es tranquila, demasiado dócil, y minutos después me llama.
Recibo la llamada con la mirada fija en el techo.
—¿Cómo está la madre más bella de este continente?
Me sonrojo, pero finjo que no me ha afectado.
—Con los pies hinchados —me sincero, y suspiro—. Deberé tomarme más descansos y quizá contratar a alguien más para que me ayude con la floristería.
—Tengo a la persona indicada —se apresura a decir—. Y sí, de verdad necesitas descansar más, tomar reposos largos, porque nuestro hijo no te dejará en calma la mayor parte del tiempo.
—Es un revoltoso.
—Mañana te enviaré al ayudante.
—Espera —me yergo—, ¿es en serio?
—Claro. —Lo escucho levantarse de un asiento que tal vez sea de cuero por el crujido—. Quiero que estés tranquila. Si la madre lo estará, mi hijo también.
Le doy la razón.
Entre más tranquila estoy, menos molesta ratoncito.
—¿Y tu conocido sabe de flores?
Se queda en silencio por varios segundos, y eso me hace fruncir el ceño.
—Kieran, si no sabe, será mejor que yo…
—Sabrá —me interrumpe, y arqueo una ceja—. Hoy mismo sabrá lo suficiente. —Silencia la llamada y regresa poco después—. Ya está en ello.
—¿Es que tus conocidos también son sirvientes o cómo?
Se ríe, y esa risa ronca me estremece.
—Se puede decir que sí.
«Un tirano a tiempo completo».
—Bueno, si crees que podrá estar a la altura, dile que venga mejor el lunes, así Amara podrá informarle y enseñarle lo que se le escape.
—Es mejor mañana —insiste.
—No, no. El lunes. Y si no quieres obedecer, me consigo a alguien más.
Gruñe.
—Está bien. —Se sienta de nuevo—. Me alegra que recibas esta ayuda sin ningún inconveniente.
—No me tocará hacer ningún anuncio y todo lo que compete —admito, porque soy perezosa en eso, más ahora—. Por lo general, cuando la temporada sube, le pido a Amara que se encargue de buscar al ayudante.
—Ah, ¿sí? Págale más entonces.
Mis dientes crujen y mis ojos se ponen en blanco.
—Claro que le pago lo que se merece. —Me pongo de medio lado y acaricio mi vientre—. Espero que tu «conocido» también ayude en la trastienda —digo de repente pensativa—, ya que hay algunos objetos, cajas, que no hemos podido mover por lo pesados. Será de gran ayuda una mano extra, ya sabes.
Resopla.
—Eso puedo hacerlo yo.
«¿Por qué suena herido? Tan tonto».
Intento no reírme de su hostilidad y vuelvo a mirar el techo.
—Ya tienes una empresa que manejar.