El hijo secreto del alfa

Capítulo 12: Más pesado que un elefante

Kieran me agarra de la mano, preocupado, y escucha al médico que nos atendió en urgencias con mucha atención.

Retuerzo mis pies y trato de no mostrar en mi rostro la aflicción que acaba de sobrecogerme.

—El bebé está muy pesado —prosigue el médico mientras revisa mi historial—, así que sugiero que descanses estos últimos meses, Eira —se dirige a mí, y Kieran me aprieta la mano para darme ánimos—. Entiendo tu necesidad de trabajar, pero conviene que reposes y te tomes los últimos meses de embarazo con calma.

—¿El peso de nuestro hijo le hará algún daño? —inquiere más preocupado que antes.

—Considerando… —el médico duda— el peso y tamaño de la madre, sí, podrá provocarle algún daño si no se mantiene tranquila. —Me lanza una mirada acusadora, y, sonrojada, miro hacia otro lado—. Nada de sobreesfuerzos, Eira.

Me muerdo la punta de la lengua y apoyo el lateral de la cabeza en el hombro de Kieran, que se apresura a acercarme más a su costado pese a los reposabrazos de nuestras sillas.

Mientras él sigue hablando con el médico, me sumerjo en mis pensamientos.

Ahora entiendo por qué se me dificultaba subir la escalera, así como bajarla, y caminar por lapsos intermedios de tiempo. Además, poco puedo estar en pie, así que Amara, haciendo uso de su ingenio, sacó de la trastienda una silla de madera, a la que acolchó con dos cojines, y la puso detrás del mostrador para mi comodidad. Entretanto, Ophelia, que no ha dejado de visitarme, saltaba con sugerencias, como la idea de descansar por completo. Incluso quiso prestarse a realizarme un masaje en los pies.

Cierro los ojos y exhalo.

No pensé que mi embarazo sería tan dificultoso. Es decir, que ratoncito se forme tan rápido y ya pese mucho. Hasta me da miedo preguntar cuánto pesa ahora.

«Mejor no saberlo».

Kieran entrelaza nuestros dedos y me lanza una mirada intranquila.

Le frunzo el entrecejo y vuelvo a prestarle atención al médico.

—Según me comenta tu pareja —miro de forma asesina a Kieran, que se atreve a elevarme una ceja—, vives en un segundo piso. Por tu cuidado y el bienestar del bebé, es mejor que no subas la escalera y te instales en el primer piso.

—Es la trastienda como tal, y la parte delantera, la floristería —aclara Kieran en cuanto dejo de contemplarlo con fastidio—. No hay modo de que se instale en la trastienda.

El médico asiente, se frota el puente de la nariz y suspira.

—Aun así, lo ideal…

—Puedes vivir conmigo —lo interrumpe Kieran, mirándome a los ojos.

Arrugo la nariz.

—No, ya veré qué hago. —Pienso en que puedo desalojar gran parte de la trastienda con ayuda de su trabajador modelo y sonrío para mí.

Presiona los labios y mi mano.

—Si toca subirte en brazos, por mí no hay problema —masculla, y se cruza de brazos.

El médico nos observa con una sonrisa tensa.

—Pues bien —carraspea—, eso es todo. ¿Te pido una silla de ruedas, Eira?

Estoy por abrir la boca cuando Kieran responde por mí.

—No hace falta. —Se pone en pie y se cierne sobre mí—. Ven, te cargaré.

Tanto el médico como yo alzamos las cejas.

—Una silla de ruedas es…

—Mis brazos son suficientes —lo corta, y se inclina para que me sujete de su cuello.

Con un suspiro contenido, porque no quiero llevarle la contraria ni mucho menos discutir, enrosco los brazos en su cuello y lo dejo impulsarme. Me carga como una novia recién salida de la iglesia y deja el mentón en la cima de la cabeza.

Por el rabillo del ojo logro ver un tenue sonrojo en el médico, que se reacomoda las gafas y se levanta para darle un apretón de manos.

—Cuídate, Eira —se despide de mí cuando Kieran cruza el umbral, y yo muevo la mano mirándolo sobre su hombro.

En el pasillo, me recuesto por completo en su torso y exhalo de nuevo.

Me aprieta contra su pecho y parece mecerme.

—Nuestro hijo será un gran campeón, pero ahora más que nada su madre no puede hacerse la heroína —susurra, y apoyo el lateral de la cabeza en su hombro. Ciertamente, se siente tan bien estar entre sus brazos—. ¿Me permites quedarme contigo en estos últimos meses?

Bostezo y me froto los párpados.

—Tengo una habitación que amoldé como un almacén. La cama es de tu tamaño, creo —murmuro más dormida que despierta, y él lo nota, ya que se ríe—. Si no le ves problema…

—Por mí está perfecto. —Me besa la cabeza y respira en mi cabello, que está un poco enmarañado—. De verdad me asusté mucho.

Me río en voz baja.

Cuando lo llamé, la voz se le tornó errática y lo escuché moverse a toda prisa. En menos de media hora, por no mentir, ya estaba en mi puerta, con la corbata desanudada, la camisa arrugada, el chaleco a medio poner y el saco doblado en el brazo. El cabello revuelto me demostró qué tanto se lo molestó mientras conducía hasta la floristería y sus ojos azul grisáceo brillaban febriles. No me dejó siquiera saludarlo.




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