El hijo secreto del alfa

Capítulo XIV: Poodle

Kieran se aparta de mí lo suficiente como para dejarme respirar sin sentirme acorralada, aunque la distancia, de algún modo, desequilibra a mi corazón.

Se pasa las manos por el cabello y se yergue todo lo que puede.

Ahora entiendo que, cada vez que hace eso, significa que se ha puesto nervioso, y eso se me hace algo tierno.

—Bien, ¿por dónde empiezo? —pregunta más para sí.

Me incorporo y pongo los pies en el suelo.

—¿Es algo muy… difícil?

—Mucho —contesta sin atreverse a mirarme, y respira profundo—. No soy humano, Eira. Mi madre tampoco. Todos los míos, para ser exacto.

«Alguien que me traiga una cerveza bien fría para tragar esto, por favor».

Trato de no reírme por los nuevos nervios suscitados y escaneo mi entorno.

—¿Qué son? ¿Vampiros? —«Ay, no, mi voz ya es aguda».

Baja las manos rápidamente y sus ojos se anclan en los míos.

—¡Claro que no! —replica como si lo hubiera insultado y retrocede más—. Somos hombres lobo, Eira.

Aprieto los labios, y esto hace que las mejillas se me hinchen. Sin quererlo y sin ya contenerlo, suelto la risotada de mi vida, más grande que cualquier otra, digna de la medalla de oro.

Descolocado, me observa con las manos en las caderas.

—Ya entiendo entonces por qué tu madre una vez se dirigió a mi ratoncito como «cachorro» o cómo fue capaz de escuchar ciertas conversaciones secretas con Amaranta. —Me crispo como si protagonizara una película de terror—. ¿Ahora te convertirás en un poodle? ¿Así como la película satírica que le sacaron a Crepúsculo? Digo, Jacob se convierte en un poodle…

—¡Eira! —exclama rojo de la humillación, o eso parece, y me silencio de inmediato—. Somos hombres lobo de verdad, y te lo demostraré. —Se desabrocha el chaleco.

«Stop! Que alguien me eche aire. Pero ¡ya!».

Sofocada, veo cómo desnuda su torso y procede a quitarse el cinturón para después desprender el botón de su pantalón, que se arremolina en sus pies. Divertida, presencio cómo lucha contra sus calcetines y sus costosos zapatos. Elevo la mirada y la ubico en su pecho, el cual me encantó besar esa noche.

—Eira, por favor —sisea, y entiendo que se refiere a mi labio inferior mordisqueado.

Lo libero y le enarco una ceja.

—¿Cuánto me costará el estriptis?

Bufa y pone los ojos en blanco.

—Espero que no te desmayes. —Y se deshace de sus calzoncillos.

Desnudo como la escultura de David, aunque con un buen paquete, se pasea delante de mí, hasta que, en un borrón que no logro describir, siquiera entender, un lobo majestuoso, de pelaje negro, como su cabello azabache, se pone en sus cuatro patas y me escudriña con sus fríos ojos azul grisáceo. Es el doble que un lobo común.

Estática, porque he perdido el control de mi cuerpo, solo logro verlo acercarse para posar su hocico en mi regazo y olisquear mi vientre, donde ratoncito se activa para golpetear. Ese escozor me saca de la luna y me hace aterrizar en la tierra. Mi garganta se cierra y el grito queda estancado. Entretanto, el lobo sigue oliendo mi panza como si fuera un manjar.

—Ay, Dios. Ay, Dios. —Muevo las manos cerca de su cabeza gigante para intentar apartarlo y tiemblo—. ¡Ay, Dios!

Sus orbes grises buscan mi mirada y me ayudan a mantenerme quieta.

—¿Kieran? —balbuceo, y alzo la mano para pedirle permiso.

«Primero debe olisquearla para saber quién soy, ¿no?».

Parece entornar sus orbes y bufar.

Ante mi asombro, golpea su morro contra mi palma temblorosa, baja las orejas y se relaja.

Tragando, paso la mano por su espeso pelaje.

«Bueno, no me desmayé. ¡Aleluya!».

Cállate, cabeza loca, que no estoy para desvariar.

Me muerdo la punta de la lengua y no dejo de acariciarlo. Suelta un sonidito, y me detengo aturdida para luego proseguir cuando me lanza una ojeada ofuscada.

—Eres… bonito —musito, y le rasco en el lomo.

«¿Eso ha sido un ronroneo?».

—Entonces, ¿tu madre se convierte en una chihuahua? Porque su temperamento, déjame decirte…

Me interrumpe con un gruñido y se aparta hasta llegar donde quedó su ropa.

Y otra vez ocurre el borrón, pero esta vez exhibe de nuevo su cuerpo desnudo.

«Ojalá tuviera un tubo para que me baile».

Se pone los calzoncillos bajo mi atenta mirada, sin despegar sus ojos de mí, y se endereza sin deseos de colocarse el resto. Camina en mi dirección con cuidado y e sienta a mi lado, a una distancia prudente, que acorto al aproximarme y tocarle el brazo para cerciorarme de que, en efecto, ya viste las pieles humanas. Concentrada, palpo sus músculos definidos y dejo de contener el aliento.

—Qué locura —susurro.

—Locura es que no hayas reaccionado teatralmente —objeta, y alarga el antebrazo para que mis dedos se hundan en su carne—. Todos nos transformamos en lobos —masculla—, aunque sería gracioso ver a mi madre como un chihuahua. —Intercepta mi mano en cuanto llego a su muñeca y entrelaza nuestros dedos—. Te pensaba desmayada, delirante.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.