El doctor Batista roza con los dedos el borde de la camilla flotante para ponerla en movimiento y la dirige con leves movimientos de mano por los pasillos del edificio en dirección a la planta inferior. La sábana que cubre el cuerpo de la cabeza a los pies cuelga por los laterales, pero por la parte superior se puede percibir el rosa del pelo trenzado de la joven que destaca entre tanto gris y blanco.
Se detiene frente a una puerta metálica que el doctor se apresura a abrir colocando su dedo en el sensor. En aquella sala hace frío, pero el hombre apenas se estremece al notarlo y sigue avanzando entre aquellas paredes llenas de pequeñas cajoneras metálicas.
La figura menuda de un hombre, cuyo bigote plateado destaca en su rostro como si fuera un cepillo, se acerca con rapidez mirando la camilla con evidente nerviosismo.
—¿Otra pérdida, doctor?
—Eso me temo, Morales.
—Es una pena… La última actualización del sistema está haciendo estragos y la operación no es nada fácil, ¿no es cierto, doctor?
—Por supuesto. Solo nos queda seguir reportándolo a la central. Esperemos que corrijan los fallos en breve.
Morales mira la sábana con atención y suspira resignado antes de decir:
—La llevaré a uno de los cajones vacíos, doctor, no se preocupe.
El médico lo detiene con un gesto y esboza una sonrisa tranquilizadora, una que ha practicado tantas veces que su rostro la reproduce con toda naturalidad.
—Déjalo, Morales. Tu turno está a punto de terminar y deberías volver a casa a tiempo. Yo me encargo, al fin y al cabo, aún me quedan cuatro horas para irme.
—¡Oh, no! No podría…—dice el hombre dubitativo, mirando la puerta de salida con anhelo.
—Morales, vete a casa—insiste, palmeándole el hombro de forma amistosa.
Con un suspiro, el hombre asiente y se despide del médico que espera a que cierre la puerta tras él antes de volver a introducir el código que apaga el sistema del Espejo y esbozar una sonrisa de satisfacción cuando la vibración desaparece. La gente de a pie no es capaz de sentirlo al convivir las veinticuatro horas del día con él, pero Batista lleva demasiado tiempo perfeccionando el sistema de apagado y encendido para saber la diferencia. Para él es como si todo quedase en silencio al mismo tiempo, permitiéndole oír hasta sus propios pensamientos.
Dirige de nuevo la camilla a través de los pasillos hasta llegar al final, donde una puerta trasera da a una sala enorme cuya alta temperatura choca con el frío anterior, haciéndole sudar. El horno crematorio es de lo más convencional, pero incluye una tecnología de desintegración avanzada cuyo principio consiste en la separación molecular de los cuerpos. Moléculas que son trasladadas al motor para convertirlas en la energía que impulsa la maquinaria e ilumina aquella parte del edificio.
Sin embargo, Batista sigue adelante, atravesando aquel escenario para salir por la salida de desechos, por dónde sacan la ropa u otros objetos del fallecido. Da a un patio trasero pavimentado y rodeado de altas vallas coronadas de alambres. Las cajas de desechos están colocadas contra la pared y ordenadas por descripción: camisetas, zapatos, anillos…
Con un movimiento suave, coloca la camilla sobre las cajas y acaricia el lateral apagándola para permitir que se pose sobre ellas sin apenas hacer ruido. Se cruza de brazos y observa la entrada del callejón a la espera. Minutos más tarde, el crujir de unos neumáticos sobre el suelo le hace erguirse, intentando visualizar las sombras hasta que una vieja camioneta se detiene frente a él y un joven baja de un salto desde el lado del conductor.
—¿Qué ha pasado con el aerodeslizador? —pregunta Batista frunciendo el ceño ante aquel cacharro metálico.
—No está operativo—dice el joven encogiéndose de hombros—. La fuente de energía se ha agotado y en los suburbios no hemos tenido posibilidades de cambiarla. Tendremos que esperar a que Olive reenganche la electricidad de la superficie.
—Maldita sea… ¿Y si te descubren?
—No lo harán. Ariyan se ha encargado de crear un bucle en las cámaras de seguridad y ha desconectado la alambrada. En cuanto salgamos, todo volverá a estar como siempre.
—Entonces será mejor que acabemos con esto.
Ambos se acercan a la camilla y Batista retira la sábana. Ania permanece con los ojos cerrados, ni se mueve ni respira. El joven silba impresionado.
—Cada vez se te da mejor… ¿Estás seguro de que no la has matado?
—No seas imbécil. Sus constantes vitales están ralentizadas. Vamos, sujeta sus pies.
Entre los dos, trasladan en cuerpo a la parte trasera de la camioneta, la tumban en los asientos traseros y la aseguran con los cinturones desgastados. Batista lanza una última mirada a la chica antes de cerrar la puerta y girarse de nuevo hacia el joven que se dirige al asiento del conductor.
—Sus constantes se reactivarán automáticamente dentro de una hora. Ya sabes lo que hacer.
Sin apenas dirigirle una mirada, el joven arranca el motor que parece resonar en la noche como un petardeo y desaparece por el mismo camino por el que vino, dejando al médico solo de nuevo. Con un gesto decidido, enciende de nuevo la camilla y vuelve al interior preguntándose cuantas horas pasarán hasta que llegue el siguiente.