Ayoub recorre el pasillo dejando atrás los constantes golpes de las puertas cerrándose a su paso, ahogados por la insistente alarma que suena con tanta fuerza que siente como si le vibrase el cráneo. Los últimos rezagados entran en el edificio en estampida mientras que un hombre unos años mayor que él los apremia con una intensidad punzante que se refleja en el latido de una vena que le atraviesa la sien.
—¿Están todos? —pregunta Ayoub en un gruñido.
—Diría que sí—responde el hombre, con la respiración entrecortada.
Con un gesto de la cabeza, le indica que le acompañe. Sobre la pared de una calle lateral, hay una enorme placa de metal apoyada. Juntos, la toman con esfuerzo, desplazándola entre jadeos con toda la rapidez que pueden hasta cubrir la entrada, como si aquel edificio nunca hubiese estado habitado. Parece desangelado, abandonado y triste, justo lo que necesitan.
Muchos de los puestos pertenecientes a desconectados han cerrado también sus puertas, junto con los negocios ilegales: venta de Espejos que envían datos erróneos al sistema de monitoreo de la Agencia, haciendo que las decisiones del usuario parezcan diferentes de lo que realmente son; retinas con visión nocturna, armas de combustión celular, comunicadores cuánticos y un sinfín de productos más que serían la envidia de los ingenieros más avanzados de la Agencia.
Ayoub le da una palmada al hombre en la espalda y se apresura a ayudar a una pareja de tenderos a terminar de recoger sus enseres. Les guía hasta el refugio más cercano, justo a tiempo para escuchar los aerodeslizadores deteniéndose en la pista de acoplamiento. Los tenderos, un hombre de mediana edad y una mujer con el rostro marcado por la preocupación, le dan las gracias con un susurro antes de desaparecer en el interior.
Jide desciende del primer aerodeslizador, mirando a su alrededor con los labios fruncidos por el disgusto, junto con un grupo de agentes armados con dispositivos de disuasión sónica y rifles de aturdimiento electromagnéticos. Mira su brazo un segundo y, con una sonrisa de satisfacción adornando su rostro, les indica dónde ir. El segundo grupo de agentes se acerca a él y la acción se repite.
Ayoub maldice en voz baja. Conoce a Jide. Todos ahí lo conocen. Es implacable, con una estrategia que combina su experiencia con la tecnología del Espejo y una lealtad a la agencia inquebrantable. El problema es que, cuando Jide es el que viene con el pelotón, significa que busca a alguien. Y siempre, siempre lo encuentra. A él y a otros muchos más. Jide sabe a la perfección lo que ocurre en los barrios bajos de la ciudad; el Agente Cero también lo sabe, pero no le dan la mayor importancia mientras permanezcan allí, mientras aquello no llegue a los ciudadanos de arriba. Y para mantenerlos a raya, usan las redada: la única manera de deshacerse de los ciudadanos problemáticos y de reducir la población de los barrios bajos para que estén siempre en desventaja numérica.
Ayoub se acerca a él con la tensión reflejándose en todo su cuerpo, desde los labios apretados en una línea hasta los puños que mantiene a los lados del cuerpo como si se estuviese resistiendo a golpearle en la cara. Jide lo ve llegar y los ojos le brillan como dos afiladas cuchillas reflejando el sol. Jide es más alto, delgado y fibroso, cuya postura relajada no resta intensidad a su presencia amenazadora. Parece el mismísimo ángel de la muerte.
—¿Vienes a darme la bienvenida, muchacho?
A Ayoub le saca de quicio que le llame de aquella manera y tiene que morderse la lengua para contener la rabia que amenaza con asestarle un puñetazo.
—A quién buscas? —pregunta Ayoub en un gruñido, esforzándose por mantener la calma.
—¿Para qué quieres saberlo? ¿Para dar la alarma? ¿De verdad me crees tan estúpido?
Jide mira su brazo de nuevo, se lleva la mano al oído y murmura unas indicaciones incomprensibles.
—Te lo entregaría sin dudarlo si eso sirve para que nos dejes en paz—dice Ayoub, tratando de ocultar su desesperación mientras sus ojos registran el movimiento de los agentes por las calles.
Jide ríe entre dientes y echa un nuevo vistazo a la pantalla de su Espejo.
—¿Así que eres un traidor? ¿Qué diría tu madre si te oyera, muchacho?
Aquello le sienta como una patada en el estómago y le hace apretar la mandíbula con tanta fuerza que juraría que podría partirla de un momento a otro. Con la voz temblando por la furia contenida, replica:
—¿Qué diría si te viese a ti aquí, maldito capullo?
Jide suelta una carcajada y le da la espalda para hablar con un tercer grupo de agentes que desciende de un aerodeslizador.
Ayoub tiene la maldita necesidad de estamparle el puño en la cara, de golpearle con tanta fuerza y con tanta insistencia que no sea capaz de volver a caminar, porque si no fuera por él, su madre seguiría viva.
Se conocieron en una fiesta de estudiantes de la zona este, cuando Jide estaba en el último curso del máster. Ella acababa de empezar a formarse en arte holográfico e inmersión vital en creaciones artísticas. Era una joven bonita, de piel oscura y brillante, ojos grandes y labios en forma de corazón. Se sintió atraída por aquel estudiante de último curso de mirada profunda y sonrisa ladeada cuya aura peligrosa le provocaba que le temblaran las rodillas y el corazón quisiese salirse del pecho.