El hilo de las decisiones

Capítulo 14

El edificio entero parece temblar cuando el cuarto grupo de agentes entran en tropel golpeando el suelo con sus pesadas botas. Por un instante, aquel viejo hotel parece encogerse sobre sí mismo, aguantando la respiración, como si de esa manera pudiera hacer pasar desapercibidos a los jóvenes que se esconden tras las puertas cerradas de las habitaciones. Pero Jide ya ha visualizado el resultado. Las órdenes son claras: buscar y apresar a todo el que esté en ese edificio. La agencia se encargará de decidir a quién dejar en libertad.

El primer grito de alarma proveniente de la primera planta es el detonante para que el caos se desate. Algunos intentan huir por las escaleras del servicio, otros lo hacen por la salida de incendios. Ania, por otro lado, se queda paralizada mirando la puerta como si esperara que la solución se materializara justo delante de sus ojos. No lo hace ni en la puerta, ni en su brazo donde debería estar el Espejo y, por millonésima vez, maldice su mala suerte. Si lo tuviera, ya habría tomado la ruta segura.

Sin embargo, no puede quedarse ahí parada esperando. Abre la puerta con cuidado, tan solo una rendija, y asoma la cabeza. El corazón le late con tanta velocidad que en algún momento explotará en su pecho y ella caerá fulminada en el mismo instante. Lo que ven sus ojos no puede ser más que una pesadilla. Unos metros más allá, en el otro extremo del pasillo, un grupo de hombres armados, vestidos de negro y con un casco protector que les cubre toda la cabeza., patean cada puerta y sacan a rastras a los incautos que aún no se habían decidido a huir.

Una chica, algo más joven que ella, consigue zafarse y recorrer un par de metros antes de que uno de ellos la sujete con violencia por el pelo y tire de ella arrastrándola hasta el grupo de cautivos que lloriquean sentados en el suelo mientras dos agentes les apuntan a la cabeza con sus armas.

Ania retrocede y cierra la puerta de nuevo. Se retuerce las manos, nerviosa, y mira a su alrededor. Se acerca a la ventana, pero el suelo está demasiado lejos para que resulte seguro salir. Bajo la cama sería una estupidez, igual que en aquel pequeño armario o en el baño. Sus ojos se posan en el conducto de la ventilación justo sobre el escritorio y bendice su suerte. Se pone de pie sobre la mesa y observa la rejilla buscando tornillos o presillas que quitar, sin embargo no los hay. Se agarra a los extremos y tira con fuerza, pero no se mueve.

La siguiente patada en la puerta suena más cerca y un sudor frío comienza a bajarle por la espalda, recorriendo su columna y poniéndole la piel de gallina. Tira de nuevo. Una, dos, tres veces. Y, cuando está a punto de desistir, siente que la rejilla se mueve. Son apenas unos milímetros, pero es suficiente para que vuelva a intentarlo.

Los golpes y los gritos suenan cada vez con más fuerza y los brazos empiezan a temblarle por el esfuerzo… o quizá sea por el miedo.

Cuando por fin consigue desprenderla, un hormigueo de alivio le recorre el cuerpo. Aunque no se atreve a celebrarlo. La apoya con cuidado contra la pared del huevo y se impulsa con un gemido ahogado al interior que, a pesar de no ser demasiado grande, le permite moverse y cambiar de posición con algo de esfuerzo; por lo que consigue colocar la rejilla de nuevo en su lugar, encajándola en el hueco.

Su respiración agitada resuena entre las cuatro paredes metálicas y la obliga a tomar aire varias veces para tranquilizarse justo a tiempo para sobresaltarse por el estruendo de la puerta al abrirse con violencia. Se obliga a reptar hacia el fondo, tapándose la boca y la nariz para amortiguar el sonido de sus resuellos.

Escucha el movimiento del hombre en la habitación con tal intensidad que podría jurar que es capaz de saber con exactitud dónde se encuentra cada segundo. Siente la boca seca y el pánico le nubla la vista. El corazón parece detenerse en el momento en que su cabeza aparece a través de las lomas de la rejilla. A pesar de tener el rostro cubierto por el casco, sus ojos azules brillan con reconocimiento a través de la visera con un destello afilado como una cuchilla y sus labios se curvan en una sonrisa divertida antes de girarse hacia la puerta y gritar:

—¡Habitación cuatrocientos diecinueve despejada!

Y la oscuridad cae sobre su consciencia como un manto de tranquilidad.

No sabe cuanto tiempo lleva en el conducto de ventilación cuando por fin recupera el conocimiento. Permanece en silencio esperando escuchar movimiento en el pasillo, pero el viejo hotel parece haberse desinflado y vuelto a la normalidad.

Se arrastra hacia la rejilla y empuja con fuerza haciéndola caer con estruendo sobre la mesa metálica. Ania aguanta la respiración, pero nadie acude a la habitación, por la que decide salir de aquel agujero lleno de polvo. Se desliza con suavidad por el borde hasta apoyarse en la mesa y baja de un salto al suelo.

Se sacude las manos en la ropa mientras sus ojos se desplazan por la cama volcada y las puertas del armario abiertas y no puede evitar acordarse de la mirada de aquel agente. Está segura de que la vio, así que no entiende qué motivo tendría para no llevársela también con él.

Sale al pasillo desierto tambaleándose y se apoya en la pared para sujetarse a medida que lo recorre en dirección a la calle. Se detiene en el umbral con el rostro denudado en una mueca de incredulidad: cajas tiradas en el suelo con el contenido esparcido por la acera, puertas rotas y descolgadas, zapatos abandonados… Aquella imagen desoladora le recuerda a los antiguos celuloides sobre el fin del mundo.




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