Ania siempre había imaginado que su futuro sería trabajar como directora general de la empresa de su padre, una de las más importantes a nivel tecnológico y proveedor oficial de la Agencia para las piezas que conforman el Espejo. La Agencia les compra los elementos por separado: el chip de conexión cerebral, la pantalla microepitelial y los nanoconectores; luego ellos se encargan de unirlos en el paciente. La operación no es complicada. Se injerta el chip con una pistola de presión, los nanoconectores se inyectan a la altura del hipotálamo y mediante impulsos eléctricos manejados por el médico, buscan el chip, lo colocan en el lugar adecuado y crean las conexiones entre las neuronas y el dispositivo. La pantalla parece una tela fina y húmeda que se coloca en el antebrazo y que se mimetiza con las células epiteliales hasta formar un único tejido. Apenas se necesitan diez minutos. Ni siquiera se necesita anestesia, el médico pausa el sistema nervioso con un paralizador lumínico de efecto corto y, cinco minutos después de colocar el chip, se puede volver a casa a pie.
Aunque conoce cada pieza, las ha tocado y tenido sobre sus manos en un millón de ocasiones, el proceso de fabricación es un secreto que solo los ingenieros tecnológicos de la empresa conocen. Su padre se limita a dirigir FuturTec desde una cómoda silla de despacho, que ella siempre pensó que sería suya.
Sin embargo, se queda paralizada en el momento en que Eleanora le pide que organice con ella la reparación de los desperfectos. Odia como sus ojos se desplazan de forma intermitente a su brazo, buscando la solución a cualquier pequeña decisión: ¿recoger las cajas tiradas o retirar los cristales rotos? ¿los desechos a la izquierda o a la derecha? ¿la señora con el traje de flores primero o el caballero del bigote kilométrico?
Cuando Eleanora se percata de lo abrumada que se encuentra y la lleva al interior del edificio escolar, Ania siente que las lágrimas están a punto de desbordarse por sus mejillas de pura frustración. Se lleva las manos a la cara y se la frota intentando ocultar la rojez de su mirada. Está viviendo una pesadilla de la que no puede despertar. No es solo el Espejo, lo es todo: tejidos ásperos, de colores desvaídos, automóviles con ruedas cuyos motores dejan escapar un ruido ensordecedor y un humo negro y apestoso que le revuelve el estómago, alimentos con texturas y sabores extraños y desagradables, calles sucias y oscuras, escases de agua, luz y, por supuesto, ninguna conexión a la Red.
El dolor de cabeza tan intenso que la atenazó al despertarse parece haber vuelto con más fuerza y Ania no puede hacer otra cosa que apoyarse en la pared, cerrar los ojos y respirar hondo. Eleanora se agacha junto a ella y pasa una mano por su frente perlada de sudor y susurra:
—Estás ardiendo…
Ania gime, incapaz de decir ni una sola palabra. Nota como Eleanora se aleja de ella y parece que ha pasado una eternidad cuando la vuelve a oír, como si estuviera bajo el agua.
—¡Ayoub! No sabes cuanto me alegro de verte.
—Ya—responde el joven con aspereza—. ¿Qué quieres? Estoy ocupado.
—Lo sé, lo siento. La chica nueva tiene fiebre y sin Batista…
Ania escucha la voz de Ayoub maldiciendo antes de sentir sus brazos alrededor de ella, alzándola hasta ponerla en pie. Un quejido sale de su garganta y sus ojos apenas son capaces de enfocar el camino que siguen. Llegan al exterior y atraviesan las calles cada vez más desiertas hasta un edificio pequeño, de apenas dos plantas de altura, de color gris y con una cruz pintada sobre una puerta de madera, desencajada de los goznes.
Ayoub la posa con suavidad sobre una silla de plástico rota y grita para que alguien venga a atenderlos. Un hombre bajito, calvo y con unas gafas de cristales gruesos baja las escaleras hasta el recibidor y los observa retorciéndose las manos.
—¿Qué puedo hacer por vosotros?
—La chica está reaccionando a la falta del Espejo.
—Yo… No. De eso se encarga Batista. Yo no…
—Lo han arrestado, Louis.
—¿Qué? —Los ojos parecen querer salirse de sus cuencas cuando posa de nuevo la mirada en Ania que apenas se percata. Niega con la cabeza y retrocede—. Yo no soy médico, Ayoub. Lo sabes…
—¿Vas a ayudarla o no? No tengo tiempo para tus lloriqueos, Louis. Mis compañeros me esperan.
Louis se lleva una mano a la frente, se la masajea, suspira y asiente con la cabeza.
—Ayúdame a llevarla dentro.
Lo último que recuerda Ania son los brazos de Ayoub acunándola y su voz susurrando:
—No te pierdas, trencitas. Lucha.