El hilo de las decisiones

Capítulo 23

Imela era una amante apasionada del arte futurista, ese que, con trazos sutiles y capas de color, escondía mensajes revolucionarios. A ojos de cualquiera, parecía una ferviente partidaria de la Agencia; sus obras, cubiertas de códigos visuales, solo revelaban su verdadera esencia a los más atentos. En un mundo donde las apariencias lo eran todo, Imela sabía ocultar bien sus convicciones. El único que conocía su inclinación era Batista, un joven que había conocido por casualidad. Ambos compartían una mentalidad afín, atrapados entre dos mundos opuestos.

Se conocieron en una de esas fastuosas fiestas que organizaban sus padres, donde los de Batista servían bandejas con bebidas cremosas y de colores chillones, que brillaban con un matiz metálico bajo las luces de neón. Batista, que acababa de cumplir quince años, se encargaba de rellenar las altas copas de cristal fino decoradas con pan de oro, aprovechando la cocina enorme y lujosa que nadie usaba.

Imela, con sus doce años, ya estaba harta de saludar, sonreír y soportar comentarios incómodos sobre su cuerpo, que comenzaba a adquirir las curvas de una mujer. ¡Cómo si eso fuera una buena noticia! En cuanto pudo, se escabulló y se dirigió a la cocina, donde un joven de piel tostada y cabello oscuro le lanzó una mirada de desdén antes de seguir con su trabajo. Imela lo observó durante un rato, fascinada por su concentración y su indiferencia, antes de atreverse a hablar.

—Si mezclas el violeta con el dorado, tendrás una combinación fantástica, tanto de colores como de sabores.

—No hago experimentos—respondió Batista sin levantar la mirada.

—Una pena. —Imela se mordió los labios y se acercó un poco más—. ¿Me dejas intentarlo a mí?

—¿ Y que el patrón me despida porque una niña rica quiere jugar a ser científica? —Batista resopló, divertido, sacudiendo la cabeza—. No, gracias. Quiero ser médico y necesito más de sesenta mil Mundis para pagar los estudios.

—Oh. —Imela miró pensativa las copas y luego dijo—: Tengo veinte mil en mi hucha. Te los doy si me dejas intentarlo.

Batista dejó la botella con cuidado sobre la mesa, incrédulo.

—¿Tienes veinte mil Mundis... en una hucha?

—Sí. Mamá me da tres mil al mes y Papá dos mil. Como solo compro complementos cerebrales de arte moderno, pintura y simuladores de restauración, siempre me sobra un montón.

Batista bufó, sacudiendo la cabeza con incredulidad.

—Cinco mil Mundis al mes... con doce años...—Se alejó de la mesa, esbozando una sonrisa ladeada—. Hecho, colorines.

Quizá Batista estuvo más interesado en el dinero que en ella al principio, pero esa conversación fue el inicio de una amistad que se fue profundizando con el tiempo. Se vieron con regularidad, tanto en persona cuando él trabajaba para sus padres, como en la red, participando en eventos de tintes modernos y revolucionarios. sobre todo los clandestinos de cuando estaban en la universidad.

Imela acudía dos veces por semana al edificio de la zona Este de la Universidad Virtual Global para los seminarios de habilidades artísticas de la antigüedad, donde experimentaban con materiales y técnicas anteriores a la Revolución Tecnológica. Fue en una de esas jornadas cuando conoció a Jide.

Él estaba obligado a asistir a todos los seminarios presenciales de las asignaturas troncales. Lo que aprendían en esas clases era tan sensible para la Agencia de Decisiones que estaba prohibido realizarlo online. Antes de acceder a la carrera, los estudiantes pasaban por un proceso de bloqueo de información que impedía compartir cualquier conocimiento adquirido fuera del aula hasta la graduación, cuando se incorporaban a la Agencia como agentes de pleno derecho.

El campus era un edificio acristalado de pequeñas dimensiones, con no más de diez aulas distribuidas a lo largo de un único pasillo. La mayoría de las clases se tomaban de manera virtual, y estas aulas eran un recurso para las prácticas o las clases de asistencia obligatoria. Imela ya se había fijado en Jide, un joven solitario de rostro serio, pero siempre lo observaba desde lejos, fascinada por su postura erguida, la inclinación de su cabeza y los labios fruncidos, como si despreciara todo lo que le rodeaba.

Sus caminos se cruzaron a mediados del trimestre. Imela estaba tan concentrada en una conversación con una compañera que no vio a Jide, apoyado en la pared con una pantalla holográfica abierta ante sus ojos, que mostraba el horario de sus clases. Tropezó con él y la pantalla parpadeó hasta apagarse, provocando que Jide soltara un improperio antes de sujetarla por el brazo, impidiéndole caer.

—¿Estás bien? — La voz grave de Jide hizo que todo su cuerpo se estremeciera y, al mirarlo a sus oscuros ojos, no pudo evitar que la mandíbula se le aflojara. Jide se percató de su turbación y le dedicó una sonrisa ladeada que terminó por derretirla.

Aquel encontronazo se convirtió en un intercambio de miradas constante, en manos que se rozaban de forma sutil por los pasillos, en saludos susurrados y sonrisas que desaparecían como si nunca hubieran existido. El juego duró unos meses hasta que una tarde, cuando las clases habían terminado, Jide la esperó a la salida, la tomó del brazo sin decir nada, la apoyó contra la pared, se inclinó sobre ella y la besó con frenesí. Las piernas le temblaban cuando se detuvo. Se miraron a los ojos unos largos segundos antes de que Imela le tomara por el cuello de la camiseta, tirara de él y uniese sus labios de nuevo.

La pasión fue una constante entre ellos. No podían verse sin terminar arrancándose la ropa. Los besos, las caricias, los gemidos, y las largas conversaciones bajo las sábanas se convirtieron en su refugio. Imela se enamoró de su carácter práctico, de su inteligencia y de su entusiasmo. Que Jide fuera un agente en ciernes lo hacía ideal para presentarlo a su familia sin que miraran con desdén su origen humilde. Pero Batista no estaba contento.




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