Cero avanza hacia el salón con una máscara de resolución en el rostro, su postura firme como si cada paso le proporcionase la fuerza suficiente para seguir adelante. Pero al llegar, su mirada se posa sobre la imagen holográfica de la pared. Un suspiro, apenas perceptible, se escapa de sus labios mientras se frota el rostro con la mano. Siempre pensó que volver a verla sería fácil, que podría tratarla con la frialdad que se merece después de su traición. Pero no lo es. La necesidad de abrazarla, de besarla, de rogarle que no se marche de nuevo. Es tan abrumadora que le duele el pecho solo con mirarla a los ojos.
Se viste de nuevo, con el rostro más endurecido, y toma la cápsula hacia la superficie. No le preocupa que su mujer pueda escapar, Para hacerlo, necesitaría la clave—la fecha exacta de su partida— o que la cápsula reconociera su ADN, algo que había desactivado con antelación.
Mientras se dirige a su aerodeslizador privado de última generación, se lleva la mano a la oreja izquierda. La voz de su hijo, cargada de desgana, le responde al otro lado. Una sonrisa breve y amarga se forma en los labios de Cero mientras sacude la cabeza.
—¿Cuándo estarás en casa? —pregunta en un tono deliberadamente ligero.
—¿Por qué? Estoy ocupado.
—Tu madre ha vuelto.
Un silencio pesado se instala en la línea. Cero puede sentir la tensión al otro lado, como una cuerda a punto de romperse.
—Junior, sólo confío en ti—añade, su voz más suave, casi suplicante.
—No quiero volver a verla—responde su hijo, cortante, como un cuchillo afilado.
—Lo sé, pero sigue siendo tu madre.
—¿Y qué? ¿Después de todos estos años tengo que recibirla con honores?
—No. Solo te pido que no la dejes sola.
Un largo silencio siguió a sus palabras.
—¿Me lo pides como padre o como Cero?
Cero se queda en silencio uno segundos, sopesando la respuesta con cuidado antes de decir:
—Ambas.
—…Estaré allí en una hora, señor.
La comunicación se corta con un leve chasquido, dejando a Cero solo con sus pensamientos. Exhala el aire no se había dado cuenta de que estaba reteniendo. Su hijo, Diwan Junior, había sido el más afectado por la partida de su madre siendo apenas un niño. Lo pasó tan mal que, durante los primeros años, se despertaba en medio de la noche con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho, desorientado y los ojos anegados en lágrimas. Cuando se hizo evidente que no iba a volver se construyó aquella coraza que proyectaba la imagen de un joven seguro de sí mismo, arrogante y sin corazón. Aunque Cero sabe que en el fondo sigue siendo el niño vulnerable que dormía en su cama para sentirse protegido de sus fantasmas.
A pesar de que el edificio Diamante es uno de los más altos de la ciudad, no supera a la imponente torre central de la Agencia. Negra como la noche, con ventanas tintadas, la torre se pierde entre las nubes. Su aerodeslizador se dirige al último piso y aterriza en la pista junto a su oficina. Al entrar, arruga el gesto ante la cantidad de polvo que se acumula entre aquellas paredes. Cierra los ojos por segundo y anota en su agenda la necesidad de una limpieza urgente. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez? ¿Seis meses?
Activa la máscara de protección que oculta su identidad, sale de allí y saluda a la secretaria que se sobresalta al verlo, pero Cero apenas la mira. No tarda ni cinco segundos en estar en el sótano, por debajo de la planta de desechos. Sus pasos resuenan en el suelo entre las celdas vacías. El aire huele rancio, una mezcla de desinfectante y sangre seca, que le hace arrugar la nariz. Cero no suele bajar ahí, pero el prisionero al que quiere visitar tampoco es uno común.
Los gritos de dolor se hacen más fuertes a medida que se acerca. En la entrada, dos agentes con el rostro cubierto descansan contra la pared, aburridos, pero al verlo se enderezan al instante con el rostro denudado en una mueca de terror.
—¿A qué esperáis para abrir la puerta?
La bilis le sube por la garganta al reconocer al hombre de las imágenes, el mismo que había besado a su mujer y que la había poseído entre las sombras. Sus manos se cierran en puños y aprieta los dientes en un esfuerzo por contener el impulso de acabar con él allí mismo. Pero lo necesita vivo.
El agente Jide se hace a un lado, jadeando, y se coloca a varios metros de distancia con las manos a la espalda. Cero observa a Batista con los ojos entrecerrados mientras las heridas del hombre se cierran ante él. La sangre de la ropa, sin embargo, no desaparece, un testimonio de la tortura que ha soportado.
Con un chasquido de la lengua, Cero activa el distorsionador de sonido instalado en su garganta y se gira hacia Jide.
—Agente Jide. Informe.
—No hemos pasado de la fase A, señor.
Cero asiente, volviendo su atención a Batista que apenas levanta la mirada.
—Buenas tardes, doctor Batista. Espero que estas últimas cincuenta y dos horas hayan sido… satisfactorias.
—No las describiría así—replica el hombre con voz ronca, apenas un susurro.
—Imagino. Debe ser duro estar sentado en esa silla, recibiendo golpes. Sin embargo, lo que vengo a decirle podría darle el incentivo necesario para colaborar con nosotros.