Cuando Diwan Junior llega a casa, lo primero que hace es detenerse en la entrada y tomar aire. Observa la estancia como si el mismo ambiente hubiera cambiado ahora que su madre estaba de vuelta. Por un instante, siente el impulso de correr hacia ella, abrazarla y llorar en sus brazos, como si aún fuera el niño al que ella abandonó. Sin embargo, endereza los hombros y avanza hacia el salón, midiendo cada paso. La decepción lo invade al no encontrarla allí, sacude la cabeza y recorre el resto de las habitaciones con los nervios a flor de piel.
La puerta de su dormitorio está entreabierta, lo que lo pone en alerta. Mira por la rendija y solo ve su cama vacía. Empuja la puerta con cuidado, procurando no hacer ruido. Y allí está ella, sentada en el sillón junto a la ventana, con las rodillas encogidas y la mirada perdida en el cielo. Diwan aprovecha el momento para observarla con atención. Se sorprende al descubrir las similitudes que los unen. Aunque Diwan Junior se parece a su padre, tiene las manos de su madre, y el perfil de su nariz también es el suyo. Lleva la mano de forma mecánica a su nariz, como si aquel gesto lo hiciera más real, y la baja enseguida, avergonzado por su debilidad.
Su rostro se endurece de nuevo. No. Esa mujer lo abandonó. No puede permitirse quererla de nuevo para que vuelva a dejarlo. Carraspea para llamar su atención y se regocija al ver la sorpresa en su rostro y el temblor en su cuerpo. Eso es. Que vea lo que dejó atrás.
—¿Junior? ¿Eres tú? —pregunta ella con voz trémula.
—De ahora en adelante, te pediría que no entres en mi dormitorio sin permiso—responde él, cortante.
—Yo…—Eleanora baja la mirada, avergonzada—. Lo siento. Estaba recordando cuando nos sentábamos juntos y…
—Ya basta —la interrumpe él con un gruñido. Lo recuerda. Miraban las estrellas cada noche, les ponían nombres absurdos y se inventaban historias sobre ellas—. Eso fue hace mucho tiempo. Que sea la última vez que entras.
Eleanora suspira, se pone en pie y se acerca a él, deteniéndose a un palmo de distancia. Las fosas nasales de Diwan se ensanchan al aspirar el perfume floral de su madre, y tiene que tragar saliva para deshacer el nudo que se le forma en la garganta.
—Has cambiado tanto…—murmura ella, sacudiendo la cabeza—. Ahora eres todo un hombre.
—Tienes razón. El niño que abandonaste ya no existe.
—Junior, mi amor…—comienza a decir ella en un tono suave, pero Diwan la interrumpe golpeando la pared con el puño. La melancolía ha dado paso a la rabia.
—¡Deja de fingir! Si me hubieras querido como se supone que deberías haber hecho, nunca te habrías marchado. Nunca te habrías quedado con las ratas de los suburbios.
—No sabes cuánto lo lamento… Pensé en ti cada segundo de todos estos años.
Con un rugido, empuja a Eleanora contra la pared y se inclina sobre ella.
—Lo único que he deseado todos estos años es que en realidad estuvieras muerta.
Empuja a su madre fuera de la habitación y cierra con un portazo que hace temblar los hologramas en las paredes. El sollozo ahogado al otro lado de la puerta le encoge el corazón. No es hasta que siente el sabor salado en sus labios que se da cuenta de que él también está llorando.