El hilo invisible

Capítulo 1: Entre historias y espejos

Londres siempre tenía ese gris peculiar que parecía envolverlo todo. A veces se deslizaba como un velo sobre las calles húmedas, otras se colaba en las casas por las ventanas empañadas, incluso cuando dentro había risas, música y vida. Para una niña de diez años, ese tono apagado era invisible; lo que ella veía eran destellos, colores, voces y los secretos que aún no entendía.

Mikaela corría por el pasillo principal de la casa, sus pequeños pies descalzos golpeando la madera pulida mientras se reía a carcajadas. Su hermano mayor la perseguía con un cojín en la mano, decidido a atraparla y vengar la broma que ella le había hecho minutos antes: había escondido uno de sus cuadernos de la escuela bajo la cama.

—¡Mika! —gritaba el chico, con la paciencia colgando de un hilo.

La niña giró la esquina con la velocidad de un torbellino, el cabello rubio volando tras ella, los ojos grises chispeando como un reflejo de tormenta. El segundo de sus hermanos salió justo de la biblioteca y casi la intercepta, pero ella se escabulló riendo, como un ratoncito.

Las voces resonaban en la casa. Para cualquiera que la viera, era una escena familiar ordinaria: tres chicos adolescentes, de carácter fuerte, siempre compitiendo y discutiendo, y la pequeña que conseguía sacarlos de quicio con sus travesuras. Aun así, había algo en ella que la diferenciaba. No solo era la única niña, la más pequeña, sino que llevaba en la mirada una intensidad que desentonaba con su corta edad.

Al final del pasillo, la figura alta de su madre apareció. Tenía un porte sereno, pero su sola presencia imponía silencio. Cabello rubio recogido en un moño descuidado, ojos azules penetrantes y una elegancia natural, aunque solo vistiera una blusa sencilla de seda y falda recta.

—Basta, —dijo en inglés, con un ligero acento que nunca había perdido, por más años que llevaba en Londres—. No más carreras dentro de casa.

Los muchachos se detuvieron al instante, uno con el cojín aún levantado en el aire. Mikaela frenó en seco, casi resbalando, pero sonrió con inocencia y se escondió tras las piernas de su madre.

—Ellos empezaron —murmuró, abrazando la tela de la falda.

La mujer suspiró y pasó una mano por el cabello de la niña. Nunca levantaba la voz con ella, aunque con sus hijos varones solía ser estricta. A los chicos los educaba con disciplina férrea, pero con la pequeña era distinta: se ablandaba, le contaba historias, se quedaba a su lado hasta que se dormía, como si quisiera transmitirle algo más que normas o reglas.

Aquella noche no fue diferente. Tras la cena, los tres hermanos mayores subieron a sus habitaciones, aún protestando por las travesuras de la pequeña. El padre, como de costumbre, se había encerrado en el despacho, ocupado con asuntos que parecían absorberlo siempre.

La niña, sin embargo, se quedó en el salón, sentada en la alfombra, mirando las luces del árbol de Navidad que aún no habían desmontado. El invierno todavía apretaba, y los destellos rojos y dorados la hipnotizaban.

Su madre entró poco después, con un libro en las manos.

—¿Otra historia? —preguntó Mikaela, con los ojos brillando.

La mujer sonrió. Se acomodó en el sillón, y la niña trepó de inmediato para sentarse en su regazo. El libro no era de cuentos infantiles; era un tomo antiguo, de tapas duras, con letras doradas que parecían gastadas por los años.

—Hoy no leeremos este libro —dijo la madre, cerrándolo con suavidad—. Hoy te contaré algo de mi familia.

Mikaela ladeó la cabeza, curiosa. Le encantaba cuando hablaba de su infancia en Rusia, de los paisajes nevados de San Petersburgo, de las canciones que su abuela le enseñaba en otro idioma. Era como escuchar un secreto que solo le pertenecía a ellas dos.

—Las mujeres de mi familia siempre fueron especiales —empezó la madre, en voz baja, como si temiera que alguien más escuchara—. Se decía que llevaban dentro un don… algo que las hacía distintas.

La niña abrió los ojos de par en par.

—¿Magia? —susurró, fascinada.

La mujer sonrió con ternura, pero no respondió enseguida. Parecía debatirse entre seguir hablando o callar. Finalmente, se inclinó y rozó con un dedo la frente de la niña.

—Algunas veían lo que otros no podían ver. Otras escuchaban voces en los sueños. Y algunas… podían sentir el tiempo de una manera diferente.

Mikaela frunció el ceño, tratando de comprender.

—¿El tiempo… como los relojes?

—Más que eso —dijo la madre, pensativa—. Como si dentro de ellas hubiera un reloj distinto al de los demás.

La niña guardó silencio, absorta. Le gustaba imaginar que era cierto, que tenía algo escondido en su interior que la volvía única. No era la primera vez que su madre mencionaba historias de mujeres de su linaje, pero aquella noche su tono fue más grave, casi melancólico.

—¿Y tú también lo tienes? —preguntó Mikaela, curiosa.

Un destello extraño cruzó los ojos de la mujer.

—No… —murmuró—. A mí nunca me tocó.

Y no dijo nada más. Se limitó a abrazarla fuerte, como si quisiera guardar silencio sobre lo que realmente pensaba.

***

Esa madrugada, Mikaela despertó. No recordaba haber tenido una pesadilla, pero sentía un cosquilleo en el pecho, como si algo latiera dentro de ella con demasiada fuerza. Se bajó de la cama y caminó descalza hasta el espejo del pasillo, ese antiguo que siempre le parecía demasiado grande para la casa.

Las luces de la calle se filtraban a través de la ventana, iluminando el marco de madera oscura. La niña se observó fijamente: su cabello revuelto, los ojos grises, la piel clara. Durante un segundo, le pareció que su reflejo no se movía al mismo tiempo que ella.

Retrocedió, asustada, y corrió de regreso a su habitación. Se escondió bajo las mantas, repitiéndose que era solo su imaginación.

***

Al día siguiente, su rutina volvió a ser la de siempre. Sus hermanos la molestaban en el desayuno, su padre apenas la miraba, su madre trataba de mantener la paz en la mesa. Mikaela, sin embargo, no podía dejar de pensar en las palabras de la noche anterior: “Algunas podían sentir el tiempo de una manera diferente”.




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