La Asamblea de Naciones estaba completa.
Presidentes. Líderes sociales. Representantes culturales. Filósofos.
Y en el centro, un podio sin escudo.
Sin bandera.
Solo un hombre.
Elias Vólcras.
Vestía de negro.
Sin adornos.
Sin símbolos.
Su rostro estaba en calma.
No en triunfo.
Sino en convicción.
Las cámaras transmitían en directo.
No había protocolo especial.
Solo una expectación silenciosa… casi reverencial.
Elias comenzó sin papeles.
Sin hologramas.
Sin datos proyectados.
Solo su voz.
Firme.
Serena.
—Hoy no vengo a ocupar un lugar que no me corresponde.
—No soy el reemplazo de los héroes.
—No soy su enemigo.
—Tampoco soy el futuro.
Pausa.
—Soy solo una prueba.
—Una pregunta.
Miró directo a la cámara.
—¿Qué somos… sin quienes nos salvan?
Algunos en la sala se movieron incómodos.
Otros se inclinaron hacia adelante.
Elias continuó.
—Durante años, creímos que la virtud era delegar.
—Que pedir ayuda era sinónimo de comunidad.
—Y sí, lo fue.
—Hasta que lo hicimos para todo.
—Hasta que no sabíamos cómo vivir sin ser salvados.
Silencio.
—Hoy los héroes no están.
—Y el mundo sigue.
—Respira.
—Decide.
—¿Eso no es acaso… el mayor acto de madurez?
Los murmullos crecían en los rincones del recinto.
—No los derrocamos —dijo Elias con suavidad—.
—Los liberamos… de la necesidad de ser perfectos.
—Y al hacerlo, nos liberamos de la necesidad de no equivocarnos.
La transmisión fue vista por más de mil millones de personas.
En directo.
Sin cortes.
No todos aplaudieron.
No todos aceptaron.
Pero algo se estableció esa noche:
La era de los ídolos había terminado.
Elias cerró su discurso con una frase que resonaría durante generaciones:
“Que el error ya no sea tragedia.
Que el fracaso ya no requiera un dios para corregirlo.
Que ser humano… sea suficiente.”
Y se retiró del podio.
Sin mirar atrás.
No lo escoltaron.
No lo ovacionaron.
Pero tampoco lo detuvieron.
Porque ya nadie tenía autoridad moral para hacerlo.