El aire de Monteblanco estaba pesado cuando Arnaldo, Pusen y Chort salieron de la comisaría. La urgencia en sus movimientos demostraba que no podían perder tiempo. Ahora que sabían la verdad sobre el clan de las Sombras Eternas, cada segundo contaba.
Mientras caminaban por las calles desiertas, alguien se les cruzó en el camino. Carlos Andrés, con una sonrisa tranquila, los observó con curiosidad.
Ya se van, preguntó, pero ninguno de los tres respondió.
Pusen ni siquiera le dirigió la mirada, Chort siguió avanzando sin detenerse, y Arnaldo apretó la mandíbula. No tenían tiempo para distracciones.
Carlos Andrés los observó alejarse, pero no mostró enojo. En su mente, él tenía una misión más grande.
Sin pensarlo demasiado, giró sobre sus talones y entró en la comisaría. Sabía que el cuerpo de Damian aún estaba ahí. Sabía que había una oportunidad única frente a él.
Las Sombras Eternas habían estado manipulando el poder del osmua y el hurine, mezclando sangre y habilidades, alterando cuerpos hasta alcanzar nuevas formas de existencia. Pero Carlos Andrés no buscaba transformación. Buscaba divinidad.
Desde hacía tiempo, había estado planeando crear su propia secta, una doctrina que lo posicionara como un dios ante sus seguidores. Pero no bastaba con tener influencia, necesitaba demostrar poder.
Y ahora, frente al cadáver de Damian, veía la oportunidad de tomar aquello que jamás habría sido suyo por derecho.
Se inclinó sobre el cuerpo, observando los restos de la piel azul, los músculos hinchados, la energía latente que aún parecía vibrar en el aire.
Fuiste un hombre listo, susurró, pero te faltó grandeza.
Sin más ceremonia, extendió su mano y la posó sobre el pecho de Damian.
El ambiente en la comisaría se estremeció. Las luces parpadearon. Un viento sobrenatural recorrió el lugar.
Los labios de Carlos Andrés se curvaron en una sonrisa mientras extraía el alma de Damian, absorbiéndola en su propio cuerpo.
La energía recorrió cada fibra de su ser. No solo se fortaleció, sino que asimiló todo lo que Damian había aprendido. Su conocimiento, su experiencia, su control sobre el besel.
Pero eso no fue lo único.
Damian había muerto con la sangre de osmua y hurine en su cuerpo. La esencia de ambos estaba mezclada en su interior, y al tomar su alma, Carlos Andrés heredó esa unión.
Su piel comenzó a cambiar. Un tono azul profundo recorrió su cuerpo, pero no era igual al de Damian. No estaba deformado.
Era perfecto. Refinado. Divino.
Los músculos se ajustaron con precisión, su venas vibraron con un resplandor dorado y, por primera vez, una sensación de poder absoluto invadió su mente.
Carlos Andrés extendió una mano.
El aire a su alrededor respondía a su voluntad.
El poder no era solo físico. Era conceptual. Era espiritual.
Podía controlar el besel con una facilidad aterradora. Podía ver lo que nadie más veía.
Sonrió, satisfecho.
Ahora sí, susurró. Ahora sí soy lo que siempre debí ser.
Giró sobre sus pies, aún disfrutando la sensación de poder corriendo por sus venas. Ahora no solo crearía su secta. Ahora sería un dios para ellos.
Salió de la comisaría sin mirar atrás, dejando solo el cadáver vacío de Damian, una cáscara sin alma, sin propósito, sin futuro.
La historia de Monteblanco no había terminado. Solo estaba evolucionando hacia algo más oscuro.
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Editado: 05.06.2025