El hurine contra el dios

Capitulo 21

Al principio, la idea era llegar a Arcana. Llevaban ya dos días avanzando en el carro, y cuando estaban a tan solo 34 kilómetros de su destino, una inesperada parada en la carretera reveló un periódico adherido a la luneta. Al hojearlo, pudieron leer con asombro el titular que anunciaba la ejecución de Pusen para los Cartanos—los devotos seguidores de Carlos Andrés—programada para el día de la Bendición Completa, un día en que, según se decía, sucederían cosas demasiado buenas. Esa noticia alteró por completo sus planes.

El periódico era claro: la inminente ejecución de Pusen no podía ser ignorada. Sin dudarlo, y a pesar de que habían estado encaminándose hacia Arcana, Arnaldo y Pusen decidieron abandonar la ruta y dirigirse al santuario de Damián el Pota, el templo más importante para los Cartanos, con la esperanza de encontrarlo y salvarlo a tiempo. La urgencia latía en sus venas, y ambos sabían que el tiempo no estaba de su lado.

La ruta hacia el santuario fue intensa. Durante tres horas corriendo a pie, dejando atrás el carro que ya no serviría para este tramo, se adentraron por caminos polvorientos y riberas olvidadas. El sol comenzaba a declinar en el horizonte, y mientras corrían, la imagen del santuario se dibujaba en la distancia con la majestuosidad propia de una catedral antigua: muros altos de piedra, torres que se elevaban hacia el cielo y vitrales que reflejaban destellos de luz en cada ángulo. Llegar allí, sin embargo, presentaba un nuevo reto. La inmensidad de la iglesia les hizo comprender que buscar a Pusen en medio de ese laberinto de fe y devoción podría llevarles años.

Conscientes de que debían actuar con astucia para evitar levantar sospechas entre los devotos y funcionarios, decidieron que lo más prudente era camuflarse. Tras indagar en los rincones del complejo y escuchar alguna conversación sobre los ritos y vestuarios de los Cartanos, hallaron, después de dos horas de búsqueda, una pequeña sala de cambios oculta detrás de unas cortinas gastadas en un pasillo poco transitado. Ese vestuario era el lugar perfecto para disfrazarse de seguidores devotos y, de esa manera, poder preguntar discretamente por el paradero de Pusen sin levantar alarmas.

El vestuario resultó ser una habitación estrecha y algo oscura, con paredes de un tono apagado y unos pocos bancos desgastados. El único elemento que ofrecía algo de intimidad era una cortina que apenas separaba el espacio de la mirada del resto del templo. Allí, sin otra opción, se vieron obligados a desvestirse para ponerse las túnicas ceremoniales que usaban los devotos. Fue en ese preciso instante cuando la situación se tornó cómicamente incómoda.

Arnaldo fue el primero en actuar. Con un poco de timidez, empezó a quitarse su ropa. Al dejar caer su camisa y sus pantalones, se revelaba un torso bien trabajado por el entrenamiento y las batallas pasadas. Mientras tanto, Pusen también se despojó de sus vestiduras. La cercanía forzada en ese espacio reducido hizo que ambos se sintieran expuestos de una manera que no habían experimentado antes. Las miradas se cruzaban accidentalmente en el espejo agrietado que colgaba en la pared, y por un breve instante se notó un destello en los ojos de ambos, como si cada uno se descubriera a sí mismo en la imagen del otro.

La incomodidad se mezclaba con un sentimiento inesperado; en el fondo, cada uno reconocía en el otro una belleza que había pasado desapercibida en la vorágine diaria. Mientras se ayudaban a ponerse las túnicas ceremonialmente ornamentadas, se percibían miradas furtivas que hablaban sin palabras, mensajes secretos de admiración y de deseos no confesados. Cada movimiento era lento y cuidado, como si temieran romper la fina barrera de amistad que habían construido a lo largo de años de complicidad. Había en el silencio de ese cuarto la carga inexplicable de querer decir "me encantas" sin arriesgar la sagrada amistad que los unía.

Ambos se manejaban con torpeza, dejando escapar pequeñas risas nerviosas ante cierta torpeza al andar. Al momento de ponerse las túnicas, el espacio reducido obligó a que se encaran cara a cara. El sonido del tejido al deslizarse sobre la piel y el leve roce accidental en la espalda o en el brazo resultaron intensos para dos almas que se habían mantenido tan cercanas sin haber permitido jamás que algo más profundo se manifestara. No había una palabra de más, pero cada gesto sugería que si pudieran confesar abiertamente lo que sentían, tal vez arriesgarían a cambiarlo todo. Sin embargo, el miedo a destruir una amistad tan preciada los mantenía callados.

Una vez que el revés de la situación se transformó en una especie de extraña camaradería, se terminaron de vestir con las túnicas que ahora lucían con esfuerzo y gracia. Salieron del vestuario con un aire forzado de normalidad, mezclándose con la multitud de devotos que recorrían los pasillos del santuario. Aunque el recuerdo de la escena en el vestuario quedó grabado en sus mentes con una mezcla de vergüenza y ternura, ellos sabían que su prioridad era rescatar a su amigo y evitar su ejecución en el día de la Bendición Completa.

Con la apariencia adecuada y una nueva determinación que surgía de la inesperada intimidad vivida en el vestuario, Arnaldo y Pusen se disolvieron en la multitud de devotos. Su plan era claro: preguntar a los guardias y seguidores de los Cartanos de manera discreta por el paradero de Pusen y organizar un rescate antes de que la ceremonia programada sellara su destino. Mientras avanzaban por los interminables corredores adornados con vitrales y figuras sagradas, cada paso estaba impregnado de tensión y de una sutil complicidad naciente entre ellos.

La gran estructura del santuario se erguía majestuosa y amenazante a la vez, y cada sala parecía esconder secretos antiguos que solo los devotos conocían. La misión se volvía cada vez más urgente, y la noticia del inminente sacrificio fortalecía su determinación a encontrar a Pusen a tiempo. A pesar de la inmensidad del edificio y del reto que suponía navegar en sus laberínticos pasillos, el recuerdo del vestuario, con su mezcla de desnudarse bajo la mirada del otro y los pensamientos secretos que emergían en esos momentos de absoluta vulnerabilidad, les daba fuerza. Sabían que ese pequeño instante compartido era solo un reflejo de lo que sentían, pero también era signo de que, en medio del caos y del peligro, existía una conexión tan profunda que podía impulsarles a enfrentar incluso los desafíos más abrumadores.




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