El hurine contra el dios

Capitulo 22

Arnaldo y Pusen, aún disfrazados de devotos cartanos, se adentraron con cautela en el santuario de Damián el Pota. La gran estructura, con sus pasillos colosales y sombras proyectadas por vitrales centelleantes, parecía guardar secretos milenarios. Su misión era clara: rescatar a Chort, quien se encontraba prisionero en lo más profundo de ese recinto y se hallaba a merced de aquellos que querían sacrificarlo durante la Bendición Completa. Cada paso que daban resonaba en el silencio sagrado, mientras sus corazones latían al compás de su urgencia y angustia.

Los dos amigos esquivaban a los devotos y servían de cebo para no levantar sospechas. Iban hablando en voz baja, planeando cada movimiento para no ser detectados en medio del laberinto de columnas y altares. De repente, a la vuelta de un corredor poco transitado, se encontraron frente a dos guardias que patrullaban la zona. Los uniformados, con expresiones adormecidas y ojos atentos, no tardaron en percibir la presencia de forasteros en una zona restringida.

Uno de los guardias levantó la vista de los papeles que revisaba y señaló en voz baja al otro: “¿Viste eso? Esos dos no parecen de aquí.” Sin perder un segundo, se levantaron del puesto y comenzaron a avanzar hacia Arnaldo y Pusen. Ante la inminente amenaza, los dos amigos se ocultaron tras una columna, intercambiando miradas de determinación y leve inquietud.

La tensión se hizo insoportable cuando uno de los guardias se abalanzó repentinamente, ordenándoles: “¡Alto! Identifíquense ahora mismo.” Arnaldo reaccionó de manera instintiva, empujando a Pusen a retroceder mientras se dejaba caer en una postura defensiva. La pelea estalló en cuestión de segundos. Arnaldo, con movimientos ágiles y precisos, se lanzó a bloquear el primer golpe del guardia, desviando el impacto con un abrupto giro corporal. Su compañero, Pusen, aprovechó la distracción para lanzar una patada que forzó al otro guardia a retroceder unos pasos.

Los dos guardias, sorprendidos por la brusquedad y la habilidad de los intrusos, trataron de reagruparse rápidamente. Uno de ellos sacó un par de esposas, mientras el otro gritaba órdenes que se perdían en el eco del santuario. Con una combinación de golpes y maniobras evasivas, Arnaldo bloqueó un golpe dirigido a sus costados y respondió con un puñetazo que hizo tambalear al agresor. Mientras tanto, Pusen se lanzó hacia el guardia que intentaba asegurar el área, aprovechando la cercanía de algunas columnas para cubrirse. La pelea se volvió caótica: el choque de cuerpos resonaba en el pasillo, y las túnicas ceremoniales se movían salvajemente en medio del forcejeo.

En un instante crucial, los dos amigos lograron sincronizar sus movimientos. Arnaldo derribó a uno de los guardias con una rodillazo certero, mientras Pusen, con un ágil salto, volcó al segundo, obligándolo a caer al suelo con un golpe seco. Durante esos intensos minutos, el estruendo de la pelea y las contusiones resonaron por el santuario como un recordatorio de que nada se detenía ante la determinación de proteger a un amigo. La adversidad fue tal que en un parpadeo se vieron rodeados de murmullos y pasos apresurados de otros sirvientes del templo, pero gracias a la rapidez y el sigilo, Arnaldo y Pusen lograron someter a los dos guardias sin que la alarma se extendiera por todo el recinto.

Con los cuerpos de los guardias desplomados en el suelo, ambos se agacharon para asegurarse de que no se levantarían de inmediato. Respirando con dificultad y sintiendo la adrenalina correr por sus venas, se miraron brevemente, conscientes de haber hecho lo necesario para seguir avanzando. Sin perder ni un instante, retomaron su ruta por los intrincados pasillos, buscando las señales que los condujeran al lugar donde tenían retenido a Chort. Cada paso era calculado, cada mirada furtiva se dirigía a observar cualquier indicio de la presencia del amigo que estaban dispuestos a rescatar.

Finalmente, tras atravesar un corredor lateral poco iluminado y detrás de una gran puerta ornamentada, Arnaldo y Pusen hallaron la celda en la que mantenían cautivo a Chort. La puerta estaba ligeramente entreabierta, revelando un cuarto con paredes de piedra y una atmósfera densa en la que se podía percibir el retumbar de pasos y voces lejanas. Con sigilo, empujaron la puerta y se adentraron en la habitación. Allí, en una esquina oscura, estaba Chort, encadenado y con el rostro marcado por la fatiga y el miedo. El reencuentro fue breve; sin mediar muchas palabras, una mezcla de alivio y urgencia los invadió cuando se reunieron.

Sin embargo, justo en ese instante, la puerta principal de la sala se abrió de golpe y, al otro lado, apareció la figura imponente de Carlos Andrés. Con su piel azul resplandeciente, se erguía como una presencia divina, llena de autoridad y poder. Su mirada se clavó en ellos y, sin apartar la vista de la escena, habló con voz serena pero impregnada de inminente amenaza: “Creyeron poder desafiar mi voluntad y salvar a los suyos, pero han cruzado una línea peligrosa.” La tensión en la sala se volvió casi insoportable. En cuestión de segundos, el destino se cerró ante ellos, marcando el inicio de un nuevo y oscuro capítulo en su lucha contra aquel poder divino.




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