El infierno también abraza

Capítulo 1: La sonrisa perfecta

"El amor no es ciego, ve lo que quiere ver"

Dicen que los lugares nuevos tienen un olor particular, yo no lo noté ese primer día. No sabía si era el perfume de alguna secretaria, el café recién hecho o el miedo denso que me llenaba el pecho como un humo espeso, perro ahí estaba: la puerta de entrada a la empresa Fernández Global, Alta, brillante, imponente.

Tenía el CV apretado entre las manos, aunque ya me habían confirmado la pasantía. Me vestí con un blazer beige que me parecía formal, pero no tan formal como para parecer desesperada. Aun así, me sentía ridícula, como una niña jugando a ser adulta.

Vas a estar bien — me dije frente al espejo esa mañana, antes de salir de la mansión de mis padres. La misma frase que repetía desde que tengo uso de razón. Cada vez que algo me dolía, cada vez que mi padre miraba a mi hermano como si fuera el orgullo de la familia… y a mí como si apenas estuviera ahí.

Mi vida era bonita desde afuera, padres millonarios, apellido respetado, una casa más grande que algunos hoteles. Pero adentro… era otra historia.

Asia fue la única que me abrazó antes de salir, me deseó suerte con esa sonrisa suya, mezcla de ternura y fuerza. Cuando nadie más lo hizo, ni una palabra de aliento, como siempre.

Ya tienés todo, ¿qué más quierés? —dirían. Pero yo quería algo distinto, algo mío. No sabía que ese "algo" iba a llegar en forma de persona.

Mi supervisor me saludó con una cortesía profesional, me llevó a recorrer los pasillos amplios y fríos, me presentó a dos asistentes, y luego me señaló una oficina cerrada con paredes de vidrio esmerilado.

Ahí está el señor Fernández —dijo, bajando la voz — Pero no te preocupes, es muy amable.

Amable. Esa fue la primera mentira.

Cuando entré, él estaba de pie, al lado de su escritorio, como si me hubiera estado esperando. Tenía el saco colgado en la silla y las mangas de la camisa dobladas hasta los codos. Elegante, pero relajado, pelo castaño oscuro, bien peinado. Y unos ojos... unos ojos que sabían mirar.

Iris Smith —dijo. Su voz era grave, suave, me extendió la mano — Bienvenida.

La forma en la que me miró me incomodó, pero no de una forma desagradable. Al contrario, me sentí vista, realmente vista como si alguien, por primera vez, se tomara el tiempo de observarme. No por mi apellido, ni por mis padres. Por mí.

Charlamos unos minutos, me hizo algunas preguntas, ninguna demasiado profesional. Me preguntó si me gustaba el café, si tenía hermanos, qué me inspiraba a estudiar administración. No supe qué responder a eso último. Le dije:

Supongo que me gusta organizar, sentir que algo tiene un orden — Él sonrió.

No lo sabía aún, pero esa sonrisa iba a perseguirme por meses.

Las primeras semanas fueron… normales. O eso creí. Juan me hacía preguntas personales, pero también me ayudaba con tareas, me explicaba cosas que no entendía, me defendía cuando otro empleado quiso pasarme trabajo que no me correspondía.

Era atento, caballeroso, detalles pequeños: me dejaba una botella de agua en el escritorio, me mandaba mensajes preguntando si había llegado bien a casa, me decía que admiraba mi forma de pensar. Cosas que nunca había escuchado en mi casa, las palabras que, poco a poco, me fueron aflojando los muros.

Asia me miraba con desconfianza. — ¿Seguro que es tan bueno como parece?

No seas paranoica —le dije una tarde mientras tomábamos café en su casa, sus hermanitos corrían por el fondo. Ella bajó la mirada, como si supiera algo que yo aún no sabía.

Solo… prestá atención, ¿sí? — murmuró.

No entendí por qué me lo decía, pensé que exageraba.

Pero entonces, una noche, me esperó afuera del trabajo. Yo no le había dicho a qué hora salía, ni que iba sola ese día. Me asusté al verlo, pero él solo sonrió.

No quería que volvieras sola a casa — me dijo y se ofreció a llevarme.

Esa fue la primera vez que sentí algo extraño. Una mezcla de miedo y ternura. No dije nada, solo me subí al auto.

Las cosas se intensificaron rápido. Empezó a escribirme todos los días, a toda hora, dsi no respondía enseguida, mandaba más mensajes. Si me demoraba, llamaba, al principio pensé que era protección. Que tal vez, por primera vez, alguien de verdad me estaba cuidando.

Estoy tan bien contigo, Iris, me hacés sentir vivo. Si algún día te fueras... no sé qué haría — me dijo una vez, mirándome fijo.

Era halagador, era dulce. Y también era una advertencia.

Una noche, después de una discusión tonta (yo había salido con Asia sin avisarle), me llamó llorando. Su voz era temblorosa.

Si me dejás, me mato. Lo digo en serio. No me dejes, Iris. Vos sos lo único bueno que tengo— Sentí que el aire se me escapaba, las manos se me congelaron, y el peso de sus palabras cayó sobre mí como una losa imposible de cargar.

No sabía qué decir, no quería hundirme con él, pero algo dentro mío se rompía.

Le prometí que no lo dejaría, que lo amaba, que todo iba a estar bien.

Y al colgar, me quedé en la oscuridad, con el teléfono frío en las manos y un grito silencioso en el pecho:

Esto no está bien. Esto no es amor.

Pero... ¿cómo iba a saberlo con certeza? Después de todo, era la primera vez que alguien me decía que no quería perderme.




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