El infierno también abraza

Capítulo 2: Silencio, por favor

"Lo que niegas te somete, lo que acepta te transforma"- Carl Jung

A partir de aquella noche, algo cambió.

No en él. En mí.

Me volví más cuidadosa con lo que decía. Más pendiente de cómo respondía los mensajes, de cuánto demoraba en contestar, de si me reía demasiado con algún compañero de trabajo o si mencionaba a Asia. Como si estuviera caminando sobre vidrios desparramados y en cualquier momento pudiera sangrar.

Juan, en cambio, parecía más feliz, me abrazaba en la oficina cuando nadie miraba, me dejaba notas en mi escritorio con palabras dulces: “No dejes de ser mi paz”, “Gracias por estar”, “No sabés cuánto te necesito”.
Yo guardaba esos papelitos en un cajón, con una mezcla de orgullo y miedo. Como si fueran pruebas de algo que todavía no sabía si era amor o dependencia.

El primer encuentro con su familia fue una sorpresa.

— Mi mamá quiere conocerte —me dijo un viernes, mientras me alcanzaba un café — Le hablé tanto de vos…

Sentí un nudo en el estómago. No estábamos oficialmente “de novios”. O al menos no lo habíamos dicho en voz alta, pero Juan hablaba como si ya fuéramos inseparables.

—¿No es muy pronto? —pregunté, intentando sonar casual.

Su expresión cambió por una fracción de segundo —¿Querés esconderme? ¿Te da vergüenza que te ame?

Y ahí estaba de nuevo. Esa manipulación envuelta en efecto, esa manera de girar las cosas para que yo siempre quedará mal, para que fuera yo la que hiriera, la que tenía que corregirse.

— No, no es eso. Está bien. Vamos

La casa de los Fernández no era tan lujosa como la mía, pero tenía ese aire de familia antigua, donde cada pared parecía guardar secretos. La madre de Juan me saludó con un abrazo apretado y una sonrisa que no le llegaba a los ojos. El padre fue cortés, pero distante y la hermana… bueno, la hermana directamente me ignoró.

Juan habla todo el tiempo de vos — dijo su madre mientras me servía té — Nos da miedo que lo lastimen. Es muy sensible.

Asentí, incómoda, no sabía qué esperaba que dijera. Tal vez prometiera no herirlo, que jurara quedarme a lado de él pase lo que pase.

Él es todo para nosotros —agregó el padre, sin levantar la vista.

La hermana, sentada al otro lado de la mesa, cruzó los brazos.
— No es fácil entender a Juan si no lo conocés bien — dijo en voz baja — A veces se obsesiona un poco…

Juan le lanzó una mirada fulminante. Ella bajó la vista y yo tragué saliva.

Ese día supe que no estaba sola. Que no era solo Juan, que su forma de amar estaba validada por todo su entorno. Y que, de algún modo, todos esperaban que yo lo cuidara… como si fuera mi responsabilidad mantenerlo entero.

Después de esa visita, las cosas se aceleraron. Juan empezó a hablar de mudarnos juntos. A dejar ropa en mi departamento. A decir cosas como:

Tus amigos no me quieren. Me miran mal. ¿Por qué tenés que salir con ellos?

Tu mejor amiga te llena la cabeza de ideas. No me quiere.

Y yo… le creí. Porque una parte de mí, la parte rota, la que nunca había sido suficiente para su padre, pensaba: tal vez esta es la única forma que alguien me ame de verdad, tal vez esto es amor.
¿Quién era yo para discutirlo?

Una noche, mientras Asia y yo veíamos una película en su casa, me preguntó:

— ¿Estás bien, Iris?

Yo iba a decir que sí. Que claro, que todo estaba bien. Pero esa noche no pude mentirle.

— A veces… no sé. Siento que todo va muy rápido.

Ella apagó la tele.

¿Juan te hizo algo?

La miré, dudé. Y entonces, muy bajito, le dije:

— Me dijo que si lo dejo, se mata

Asia se quedó inmóvil. Su expresión cambió lentamente, como si eso confirmara algo que ella ya temía.

Eso no es amor, Iris — dijo, con una calma feroz— Eso es manipulación.

—Pero… no es tan fácil. Si lo dejo y pasa algo, voy a sentir que fue mi culpa.

Ella me tomó la mano.

—No es tu culpa, nunca lo sería. Él ya te está haciendo daño, solo que todavía no podés verlo del todo.

Esa noche, volviendo a casa, me senté sola en el baño. Cerré la puerta, apagué la luz, y me abracé las piernas. Me sentía confundida, dividida, atrapada entre dos mundos. Uno en el que quería creer que Juan me amaba, y otro en el que algo en mi interior gritaba que estaba perdiéndome.

En la oscuridad, recordé algo que me había dicho mi exnovio años atrás, en uno de sus ataques de celos:

— Sos mía, Iris. Si te vas, nadie te va a querer como yo.

Y me di cuenta de algo aterrador: estaba repitiendo la historia.

Cambiaba el rostro. Cambiaba el tono, pero el fondo… era el mismo.

La única constante en todo esto… era yo.




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