El infierno también abraza

Capítulo 4: Lo mismo con otro hombre

“Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el subconsciente seguirá dirigiendo tu vida y lo llamarás destino.”- Carl Jung

Los mensajes de Juan empezaron a llegar con un ritmo irregular. A veces me escribía veinte veces por hora. Otras veces desaparecía por un día entero, su silencio dolía más que sus palabras.

Una tarde de martes, al salir de clases, encontré a Asia en la puerta de la facultad. Me abrazó fuerte.

—¿Querés ir a tomar algo?

Le dije que no podía, que Juan me esperaba. Ella no insistió, pero antes de irme, me sostuvo el brazo con suavidad.

—No dejes que se convierta en todo lo que tenés. Es peligroso.

No respondí.
Solo asentí, como una máquina.

Esa noche, Juan estaba especialmente cariñoso. Me cocinó en su departamento, puso velas, música suave, y me dijo que me amaba. Me dijo que no podía vivir sin mí, que yo era su única razón para estar bien.

Cuando estábamos en el sillón, me tomó de la mano y me miró con esos ojos oscuros que siempre parecían esconder algo.

— ¿Sabés qué haría si algún día me dejás?

Tragué saliva.

— No digas eso...

Me mataría, Iris. Sin dudarlo, pero antes… iría a buscarte para que entiendas lo que me hiciste. Yo no voy a desaparecer así nomás.

Me reí nerviosa, pensando que estaba exagerando, que era solo una forma retorcida de decir “te necesito”.

Pero él no se rió.

— ¿Estás diciendo que me harías daño?

— No, estoy diciendo que si me dejás, no vas a poder seguir con tu vida como si nada. Porque yo no soy como los demás.

Sentí un escalofrío.
Y por primera vez, me sentí en peligro.

Esa noche, soñé con Simón, mi primer novio.

Teníamos diecisiete años, empezamos a salir en la secundaria. Al principio, era dulce, gracioso, lleno de ideas locas. Me escribía canciones, me dibujaba en su cuaderno, yo creía que era el amor de mi vida.

Pero, como Juan, Simón también tenía ese veneno disfrazado de romanticismo.

Me celaba de mis amigas, me revisaba los mensajes. Me decía que si no le respondía rápido, significaba que ya no lo quería. Una vez, me encerró en su cuarto por “accidente” cuando discutimos. Otra vez, me gritó tan fuerte en el patio del colegio que todos se quedaron en silencio.

Terminamos cuando él se mudó a otro pais. Fue una despedida pacífica, pero no porque hubiéramos sanado: simplemente nos alejamos físicamente, no supe más de él.

Hasta ese sueño.

Soñé que me encontraba con Simón en una estación de tren. Él me miraba, más adulto, más triste. Me decía:

— Yo fui el ensayo de todo lo que aceptaste después. Perdón.

Me desperté con el corazón latiendo a mil.
Me di cuenta de que Juan no era el primero.
Y eso fue peor todavía.

Dos días después, pasó algo inesperado.

Uno de los supervisores de la empresa donde hacía mi pasantía, un hombre mayor, respetuoso, con quien nunca había hablado más de lo necesario, se me acercó mientras salía de una reunión.

— ¿Iris?

— Sí.

—¿Puedo hacerte una pregunta un poco personal?

Lo miré con cautela.

— Claro… ¿qué pasa?

— ¿Estás bien?

Tragué saliva, me forcé a sonreír.

— Sí. ¿Por?

—No sé. Es que… he visto cosas. No me quiero meter, pero hay algo en tus ojos que no estaba hace unas semanas. Y a veces la gente no sabe cómo pedir ayuda.

No supe qué decir. Me quedé paralizada.
Él hizo un gesto amable.

—Solo eso. Si alguna vez necesitás hablar, yo pasé por algo parecido con mi hija, no quiero invadirte. Pero estoy acá.

Asentí.
Y cuando él se fue, me encerré en el baño y lloré.
Porque por primera vez en mucho tiempo, sentí que alguien me veía.

Esa noche, Asia me mandó un audio.

“Estuve pensando… vos valés más que esto. No sé cómo ayudarte sin empujarte, pero yo estoy, no me voy a ir como todos los demás.”

Lloré. Otra vez.
Porque me sentía atrapada en una cárcel sin rejas.
Porque empezaba a recordar la vida antes de Juan como si fuera un cuento que alguien más me contó.

Más tarde, cuando ya intentaba dormir, Juan me llamó por videollamada.

— Mostrame dónde estás —dijo.

Le mostré mi cuarto.

— ¿Estás sola?

— Sí.

— ¿Por qué lloraste?

— No lloré.

— Tenés los ojos hinchados. ¿Estuviste hablando con Asia?

— ¿Qué tiene de malo hablar con Asia?

—Todo, ella te mete ideas raras en la cabeza, te quiere alejar de mí.

—Juan… yo necesito espacio. Estoy confundida.

Se quedó en silencio.

—Si me dejás, juro que hago una locura.

—¿Qué?

—Lo que escuchaste.

Corté la llamada temblando.

Y por primera vez desde que todo empezó, anoté en un cuaderno lo que me dijo. Palabra por palabra.
Sentí que tenía que guardar registro.




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