“Cuando tu infancia te enseña que el amor duele, pasás la adultez buscando quien te lastime con cariño”- Gabriel Rolón
No podía seguir así.
Esa frase me retumbaba en la cabeza como un eco persistente.
No podía seguir así.
No podía
Esa mañana, me levanté con una decisión en la garganta, a medio tragar, como un nudo. No sabía si iba a tener la fuerza, pero lo iba a intentar. Quería probarme a mí misma que todavía era capaz de poner límites.
Así que le escribí a Juan.
“Necesito unos días sola. Estoy saturada con la facultad, con el trabajo, y con todo. No es contra vos, solo necesito espacio.”
Lo leí cinco veces antes de enviarlo.
Temblaba.
A los cinco minutos, me respondió:
“¿Me estás dejando?”
“No.”
“Sí, me estás dejando. Es lo mismo que decirme que no querés verme.”
No contesté. Apagué el celular.
Me encerré en el baño. Me miré al espejo.
Mis ojeras eran profundas. Mis ojos apagados.
Ya no me reconocía.
Estuve todo el día en silencio. Asia me escribió, pero no le respondí. No quería hablar con nadie, solo me acosté, cerré los ojos, y traté de imaginar cómo sería mi vida sin miedo. Sin esa presión en el pecho cada vez que sonaba el teléfono. Sin esa constante sensación de estar fallando si no era suficiente para él.
A la noche, cuando encendí el celular, tenía treinta y cuatro mensajes.
Juan.
Los primeros eran desesperados:
“Por favor, amor. No me dejes.”
“Estoy mal. Muy mal.”
“¿Ya estás con otro, no?”
“Decime la verdad.”
“No me podés hacer esto…”
Luego, el tono cambió:
“Hice una locura.”
“Estoy sangrando.”
“Estoy solo”
“Si me pasa algo, va a ser tu culpa.”
Mi corazón se paralizó.
Lo llamé. Tardó en responder. Su voz era ronca, entrecortada:
— ¿Qué hiciste?
— Me corté. No mucho. Pero… me sentía muerto.
— Juan…
—¿Ves lo que me hacés?
Ese “me hacés” me dolió como un puñal.
Yo no quería hacerle daño. Pero tampoco podía seguir siendo su cura, su analgésico, su calmante.
—Te juro que te amo —dijo— Pero me matás con tu distancia. No sé vivir sin vos, Iris. No me dejes, por favor.
Y una vez más, volví a caer en el rol de salvadora.
Dos días después, fui a cenar a casa de mis padres.
La mesa era perfecta, como siempre. Vajilla cara, vino importado, conversación forzada. Mi padre hablaba de negocios. De mi hermano, siempre de él.
— Julián cerró el acuerdo con la empresa brasilera —decía, orgulloso.
Mi madre asentía.
Yo comía en silencio.
— ¿Y vos, Iris? —preguntó mi padre sin mirarme— ¿Seguís con ese trabajo de pasantía?
—Sí. Y estudio, papá.
—Claro. Muy bien, pero… ¿estás saliendo con alguien?
—Sí. Se llama Juan.
Mi madre frunció los labios. Mi padre tomó un sorbo de vino y no dijo nada.
— ¿Y qué hace? — preguntó, como si estuviera revisando el currículum de un empleado.
— Trabaja en el área de logística de una empresa.
— ¿Buena familia?
— No importa su familia.
— Claro que importa —dijo con frialdad— Todo importa.
Sentí un calor en la cara. Me dolía el silencio, me dolía que nunca preguntaran si era feliz, si me sentía bien, si necesitaba algo.
Solo les importaba la apariencia.
Esa noche, recordé una escena de mi infancia.
Tenía ocho años. Había ganado un concurso de dibujo en el colegio, corrí a casa con el premio en la mano. Se lo mostré a mi papá con una sonrisa enorme.
Él lo miró por encima.
— Está lindo, pero no pierdas tiempo con esas cosas. Vos tenés que pensar en tu futuro, no en dibujitos.
Desde entonces, nunca más dibujé.
Y entendí, ya adulta, que yo había aprendido a ganar amor portándome bien, cumpliendo expectativas. Que el afecto era condicional, que si no era útil, no valía.
Y por eso, quizás, había terminado con Juan.
Porque su amor dolía, pero existía.
Y eso era más de lo que había sentido durante años en mi propia casa.
Un viernes a la madrugada, Juan apareció en la puerta de mi departamento.
Yo no lo había invitado.
— Necesitaba verte —dijo. Tenía los ojos rojos— No dormí en dos días, te juro que no puedo respirar si no estás.
Me abrazó fuerte, demasiado fuerte. Su cuerpo temblaba.
—No me cierres más la puerta. Porque no sabés lo que puede pasar.
Esa frase quedó suspendida en el aire.
No era una súplica.
Era una advertencia.
Esa noche, mientras él dormía en mi cama, yo no pude cerrar los ojos.
Me levanté, tomé el cuaderno donde había empezado a escribir todo, y agregué una nueva entrada.
“Hoy vino sin avisar. Me dijo que no sabría lo que podría pasar si lo dejaba afuera. Tengo miedo. No sé qué hacer, pero no puedo seguir creyendo que esto es amor.”
#144 en Joven Adulto
#293 en Thriller
#106 en Suspenso
novela comtepornea, amor dolor y celos posesivos, suspense psicolgico
Editado: 16.05.2025