“Hay heridas que el cuerpo olvida, pero el alma recuerda. A veces, hablar es el primer paso para empezar a curarlas.”
Asia seguía en la sala de recuperación, su cuerpo todavía peleaba contra el dolor, pero su mente estaba más clara. La primera vez que habló, apenas fue un susurro, pero bastó para quebrarme en llanto.
— ¿Él… sigue libre? — Asentí.
— Hay una orden de captura, pero todavía no lo encontraron. Está huyendo, es un cobarde.
— Iris… — me miró — No es tu culpa — Y por primera vez en mucho tiempo, creí esas palabras.
Bruno me seguía acompañando. Empezamos con pequeños encuentros diarios en un rincón del hospital o en una cafetería tranquila. A veces hablábamos de lo que me pasaba; otras veces, simplemente compartimos el silencio.
Pero un día me dijo algo que me marcó:
— A veces, lo verdaderamente valiente no es pelear, sino darte otra oportunidad.
Y empecé a hacerlo.
En él.
En Asia.
En la idea de que tal vez yo también merecía estar bien.
Una tarde, mientras Bruno charlaba con Asia en su habitación, ella me pidió que nos dejara solas un momento.
— Iris… Tengo que contarte algo, no lo sabe nadie — Me senté cerca, sin decir nada. Solo esperé.
— Cuando era chica… pasaron cosas, un familiar durante años. Yo no entendía bien al principio, después sí. Pero no lo conté, tenía miedo, vergüenza. Pensaba que, si lo decía, me iban a mirar distinto, que no me iban a creer — Hablaba despacio, sin mirarme.
—Crecí así, con una sensación constante de estar rota. De que algo estaba mal en mí, después conocí a alguien, se llama Gael fue hace un par de años
—¿Y él…?
—No me hizo daño, no fue violento. Era… amable, me escuchaba, pensé que tal vez las cosas podrían ser diferentes. Pero tenía otra vida, otra chica, yo no lo sabía. Y cuando me enteré, fue como si todo se cayera de nuevo. No por lo que hizo, sino porque me había permitido creer, porque por un rato, pensé que podía confiar — La miré, no supe qué decir al principio, solo le tomé la mano.
— No tenías por qué cargar sola con todo eso —dije, al fin.
Ella respiró hondo y entonces, como si algo se soltara, empezó a llorar.
No es fuerte, no desesperada.
Lloraba en silencio, como si recién ahora se permitiera sentir lo que había guardado tanto tiempo.
La abracé sin decir más.
A veces no hay palabras.
Solo estar
Y que eso alcance, aunque sea un rato.
Pero la calma nunca duraba demasiado.
Una mañana, al salir de mi departamento, encontré un sobre. Sin remitente, dentro, una carta escrita a mano:
“Pensás que esto terminó, pero yo siempre voy a saber dónde estás. Yo te amo más que nadie y si no estás conmigo, no vas a estar con nadie —J.”
Temblando, llamé a la policía.
Horas después, confirmaron lo que temía: Juan había violado la orden de restricción. El sobre fue dejado por alguien que lo ayudaba, había cámaras, y lograron ver a un hombre encapuchado. Se sospechaba que era él.
La justicia, esta vez, reaccionó. Se ordenó su detención inmediata, la policía intensificó la búsqueda. Las redes se llenaron de mensajes de apoyo, la presión pública crecía.
Pero yo sabía que eso no lo iba a detener. Juan ya había cruzado límites que no se podían desandar, estaba desesperado y eso lo hacía más peligroso.
Esa noche, Bruno vino a casa.
Le conté todo, la carta, el miedo y quedó la tensión en el aire.
— No quiero que te pase nada —le dije— Si él sabe que vos me estás ayudando…
—No me importa. Estoy acá porque vos lo necesitás, porque te lo merecés y porque nadie tiene derecho a arrancarte la vida, Iris nadie.
Me abrazó.
Y en ese abrazo no hubo romanticismo.
Solo contención.
Solo un espacio seguro.
Y por primera vez desde que todo comenzó, dormí ocho horas seguidas
Sin sobresaltos
Sin pesadillas
Pero algo me decía que lo peor… aún no había pasado.
“Podía respirar, podía dormir, pero sabía que la tormenta todavía estaba ahí, escondida detrás del silencio.”
#818 en Joven Adulto
#994 en Thriller
#391 en Suspenso
novela comtepornea, amor dolor y celos posesivos, suspense psicolgico
Editado: 28.05.2025