“Hay cosas que nunca se dicen, no porque no duelan, sino porque duelen demasiado. Pero cuando al fin salen, no solo liberan sino que también empiezan a curar.”
Asia llegó a casa una mañana con una bolsa de medialunas y una sonrisa tímida.
—Hoy me desperté y no sentí miedo —dijo, como si fuera algo sencillo.
Pero no lo era.
No después de todo lo que habíamos pasado.
No después de haber estado al borde de perderla.
Nos sentamos en el sillón, ella apoyó la cabeza en mi hombro y Bruno, desde la cocina, se asomó con una taza de café.
—¿Cómo se siente estar viva? —preguntó él, con media sonrisa.
—Confuso —respondió Asia— Pero un poco menos hoy.
Silencio, fue cómodo esta vez. Un silencio de esos que no piden nada, que solo existen para darnos espacio.
Habían pasado semanas desde el juicio.
Y aunque la rutina empezaba a recomponerse, aún quedaban grietas.
A veces me encontraba a mí misma mirando fijamente un punto en la pared, recordando la mirada de Juan antes de atacar.
A veces Asia se encerraba en el baño y lloraba sin ruido.
Y Bruno, aunque fuerte por fuera, tenía las manos siempre temblorosas cuando alguien lo tocaba sin aviso.
Pero hablábamos.
Cada noche.
Nos juntábamos los tres y decíamos lo que habíamos sentido ese día.
Era un ejercicio.
Un ritual.
Una manera de no ahogarnos en el silencio.
—Hoy sentí culpa —dije una noche— Porque me reí y por un momento me olvidé de todo.
—Hoy me enojé con mi cuerpo —dijo Asia— Por no sanar más rápido, por dolerme cuando intentó bailar sola en la habitación.
—Hoy soñé con él —dijo Bruno— Y no me paralice, le gritaba, lo empujaba y me desperté sin miedo.
Una semana después, alguien llamó a la puerta.
Era Mara, la hermana de Juan.
Tenía el rostro pálido, los ojos enrojecidos, y una mochila colgando del hombro como si le pesara el alma.
—¿Puedo pasar? —preguntó con la voz quebrada.
Nos miramos entre los tres, dudamos.
Pero luego la dejamos entrar.
Mara se sentó en la mesa, con las manos entrelazadas.
No venía con arrogancia, ni con defensa.
Venía rota.
—No vengo a justificar nada —dijo— Vengo a contar algo que nunca dije.
Asia le acercó un vaso de agua.
Mara lo tomó con las dos manos, como si estuviera sosteniendo el vaso.
—Yo tenía ocho años cuando Juan empezó a meterse en mi habitación por las noches.
El tiempo se detuvo.
—Al principio era solo eso… se metía. Se acostaba a lado mío. Me decía que no le contara a nadie porque mamá se iba a enojar conmigo. Después empezó a tocarme a decir que era nuestro secreto, que él me estaba “enseñando lo que era el cariño”.
Me llevé la mano a la boca, Bruno bajó la mirada, Asia tenía los ojos vidriosos.
— Me callé años, me convencí de que era yo la rara, de que estaba confundida. Pero cuando los vi a ustedes… Cuando vi a Iris en la televisión con esa cara de dolor, me di cuenta de que yo también era parte de esto. De que si yo hubiera hablado, tal vez él no habría llegado tan lejos.
—No es tu culpa —dije de inmediato.
Mara negó con la cabeza.
—Yo sé que no lo es… pero necesitaba decirlo. Necesitaba que alguien me escuchara y ustedes… ustedes son los únicos que podrían entender.
La conversación duró horas.
Mara lloró, Asia la abrazó, Bruno salió al balcón, para darnos espacio.
Yo me quedé ahí, sosteniéndole la mano, sin juzgar.
Porque a veces, la justicia también llega en forma de verdad.
Y no hay castigo que valga más que un secreto que por fin sale a la luz.
Esa noche, mientras Asia dormía y Bruno hojeaba un libro en el sofá, me acerqué a él y le pregunté:
—¿Creés que alguna vez sanemos del todo?
Él me miró con una ternura que dolía.
—Creo que vamos a sanar en pedacitos —dijo— A veces avanza, a veces retrocede. Pero mientras estemos juntos… no volvemos al punto cero.
Le tomé la mano.
Y sentí que, aunque rotos, estábamos vivos.
Y eso… ya era un milagro.
“Porque a veces, seguir vivos no es un acto de valentía individual, sino de amor compartido y aunque sanemos en pedacitos… sanamos.”
#854 en Joven Adulto
#1018 en Thriller
#399 en Suspenso
novela comtepornea, amor dolor y celos posesivos, suspense psicolgico
Editado: 28.05.2025