“Sanar no siempre es volver a ser como antes. A veces es convertirse en alguien nuevo con las mismas cicatrices.”
El consultorio tenía una luz tenue y alfombras suaves. Afuera, la ciudad seguía su curso sin detenerse, ignorando que dentro de esa sala, alguien estaba aprendiendo a nombrar su dolor por primera vez.
Mara se sentó frente a su terapeuta, no era Bruno, porque no podía ser él. A veces, para sanar, se necesita una distancia amable. Él, sin embargo, la había ayudado a encontrar a la persona indicada: un hombre mayor, de voz tranquila y mirada que no juzgaba.
—¿Por qué estás acá? —le preguntó el terapeuta.
Mara apretó los puños, luego los abrió.
—Porque quiero dejar de tenerle miedo a la noche.
En otro rincón de la ciudad, Iris volvió a dibujar.
No lo dijo, no lo anunció. Simplemente, un día apareció con un cuaderno nuevo y unas acuarelas, dibujaba en silencio, como quien reza sin palabras.
Primero eran líneas sueltas. Luego, las formas tomaban sentido, eran mujeres.
Algunas con alas.
Otras están rotas en pedazos.
Todas, de algún modo, vivas.
—¿Te gustaría exponerlas? —le preguntaron una noche.
Ella sonrió, pequeña y honesta.
—Primero tendría que animarme a mostrarlas a mí misma.
Y esa sonrisa fue su primera rendija hacia la luz.
Bruno volvió a trabajar.
Atendió a su primer paciente en semanas. Al terminar, se quedó en silencio, con los ojos húmedos.
—No por lo que escuché —dijo más tarde, con una taza de té en las manos— sino por lo que sentí al volver a este lugar.
—¿Te pesa? —le pregunto Iris.
—No, me alivia. Ahora sé lo que se siente estar del otro lado y no quiero olvidarlo. Porque también los que contienen, necesitan ser contenidos.
Iris—la que un día pensó en abandonar la carrera— volvió a la universidad.
El aula parecía más grande, las miradas más largas, pero nadie dijo nada.
Solo una compañera se acercó y tocó su hombro.
—Qué bueno que volviste.
Y en esa frase, sencilla y sin dramatismo, ella encontró algo parecido a la paz.
Una noche, los cuatro se reunieron en casa, había una torta en la mesa. Algunos dibujos junto a una vela, risas tímidas, confesiones pequeñas, cicatrices que se mostraban sin pudor.
Bruno propuso lo impensado:
—¿Y si hacemos algo juntos? Un espacio, un taller… para otras personas que hayan pasado por algo parecido.
Iris bajó la cabeza.
—Me cuesta hablar sin llorar.
—¿Y qué tiene? —dijo Asia — Que te vean llorar también puede sanar a otros.
Mara, que siempre había guardado silencio, levantó la voz suave:
—Podríamos llamarlo “Las cosas que no se dijeron a tiempo”.
Y fue entonces cuando, sin saberlo del todo, comenzaron a construir algo más grande que ellos.
Porque sanar es apenas el primer paso.
Después viene a transformar.
Después viene elegir.
Elegirse.
Aun rotos, aun con miedo, aun con dudas.
Esa noche, Bruno abrazó a Iris por la espalda. En la cama compartida, donde alguna vez se lloró en silencio, ahora reinaba el murmullo tranquilo del descanso.
—¿Sabés qué me di cuenta hoy? —susurró él.
—¿Qué?
—Que no sobrevivimos, estamos viviendo.
Y por primera vez en mucho tiempo, él también durmió con el corazón lleno.
“No hay noche tan larga que impida ver el día, si alguien nos espera con la luz encendida.”
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Editado: 28.05.2025